miércoles, 28 de agosto de 2013

De la Experiencia del Pensar - Martin Heidegger

Camino y balanza,
vereda y leyenda
se encuentran en una andadura.

Marcha y sobrelleva
ausencia y pregunta
siguiéndote por un sendero.

Cuando la temprana luz mañanera crece callada sobre los montes... 

El oscurecimiento del mundo jamás alcanza a la luz del ser.
Llegamos muy tarde para los dioses y muy pronto para el ser.
Cuyo poema comenzado es el hombre.
Sólo esto: avanzar en una estrella.
Pensar es limitarse a un pensamiento, que, como una estrella, queda una vez en el cielo del mundo.

Cuando la veleta ante la ventana de la cabaña canta con la tempestad que se alza... 

Si el temple del pensar brota de la exigencia del ser, crece el lenguaje del destino.
Apenas tenemos una cosa ante los ojos, y en el corazón la escucho vuelta hacia la palabra, se cumple felizmente el pensar.
Pocos hay expertos en diferenciar objeto aprendido y cosa pensada. Si en el pensar hubiera antagonistas y no simples enemigos, mejor le iría al pensar.

Cuando entre cielos de lluvia, desgarrados, un repentino rayo de sol se desliza sobre las sombras de los prados... 

Nunca llegamos a pensamientos. Llegan ellos a nosotros.
Tal es la hora propicia al diálogo.

Se alegra en la meditación común. Que no enfrenta encontrados sentires, ni tolera acuerdos renunciatorios.

El pensar sigue alzándose duro entre el viento de las cosas.
Quizá de tal comunidad algunos saldrán camaradas en el taller del pensar.

Para que uno de ellos, sin sospecharlo, se torne maestro.

Cuando en primavera florecen aislados narciso, ocultos en el prado. y la eglantina brilla bajo el arce...

El esplendor de lo sencillo.
Sólo la forma conserva fisonomía.
Pero la forma descansa en poema.

¿A quién puede traspasar el entusiasmo como un soplo, si quiere evitar la tristeza?

El dolor regala su fuerza salvadora donde no sospechamos.

Cuando el viento, saltando brusco, gruñe entre la armazón de la cabaña, ya el día se pone ceñudo... 

Tres peligros rondan al pensar.
El peligro bueno, es decir, salvador, es la vecindad del poeta cantor.
El peligro perverso, es decir, más agudo, es el propio pensar.

El peligro malo, es decir, confusionario, es el filosofar.

Cuando en día de verano la mariposa descansa en la flor y, con las alas juntas, se columpia en la brisa del prado... 

Toda situación. de ánimo es eco del ánimo del ser, que nuestro pensar reúne en el juego del mundo.
En el pensar, cada cosa se torna solitaria y lenta.

En la paciencia, crece la magnanimidad.

Quien piensa en grande, en grande debe errar.

Cuando el arroyo montesino en la calma nocturna narra de sus caídas por los canchales... 

Lo más antiguo de lo antiguo llega desde atrás a nuestro pensar, y, sin embargo, se nos adelanta.
Por eso el pensar se detiene en la aparición de lo que fué, y es recuerdo.

Antiguo significa: pararse a tiempo donde el pensamiento solitario de un
 camino de pensar se enreda en sus recodos.

Arriesgamos el salto de la filosofía al pensar cuando hemos llegado a estar en casa en el origen del pensar.

Cuando en las noches de invierno tempestades de nieve sacuden la cabaña, y una mañana el paisaje ha enmudecido en lo blanco... 

El decirse del pensar reposaría. sólo en su esencia si se hiciera impotente para decir lo que debe quedar callado.
Tal impotencia pondría al pensamiento ante la cosa.

Nunca., en ninguna lengua, lo pronunciado es lo dicho.

Que a cada vez y de repente haya un pensamiento, ¿qué asombro querría sondearlo?

Cuando baja un repicar de campanas por las laderas del valle, donde suben despacio los rebaños... 

El carácter poético del pensamiento aún está velado.
Cuando se muestra, largo tiempo semeja la utopía de un entendimiento semipoético.

Pero el poetizar pensante es de veras la topología del ser:
Le dice el sitio de su esencia.

Cuando la luz del ocaso. cayendo en el bosque de no sé dónde, dora los troncos... 

Cantar y pensar son los troncos cercanos del poetizar. Crecen del ser y se alzan hasta tocar su verdad.
Su unión hace pensar lo que de los árboles del bosque dijera Hölderlin
“Mutuamente desconocidos permanecen,
alzándose erguidos, los vecinos troncos.”

Los bosques acampan.
Los arroyos caen.
Los canchales duran.
La lluvia fluye.
Las mieses esperan.
Las fuentes manan.
Los vientos moran.
La bendición medita.

jueves, 11 de julio de 2013

Jean Paul Sartre Prefacio a Frantz Fanon "Los Condenados de la Tierra"

No hace mucho tiempo, la Tierra contaba dos mil millones de habitantes, digamos quinientos millones de hombres y mil quinientos millones de indígenas. Los primeros disponían del Verbo, los otros lo tomaban prestado. Entre éstos y aquéllos, reyezuelos vendidos, feudales, una falsa burguesía bien puesta, servían de intermediarios. En las colonias la verdad se mostraba desnuda; las “metrópolis” la preferían vestida; hacía falta que el indígena las amara. Como madres, de alguna manera. La “élite” europea acometió la fabricación de una “élite” de indígenas; se seleccionaban adolescentes, se les marcaba en la frente, al rojo vivo, los principios de la cultura occidental; se rellenaban sus bocas con mordazas sonoras, grandes términos pastosos adherían a los dientes; después de una breve temporada en la metrópoli, se los devolvía a sus casas, trucados. Estas mentiras vivientes ya no decían, nada a sus hermanos: ellas resonaban; desde París, Londres, Amsterdam, lanzábamos nosotros las palabras “¡Partenón! ¡Fraternidad!” y en algún lugar de África, de Asía, los labios se abrían: “¡…tenón!¡… nidad!”. Era la edad de oro.

Eso terminó: las bocas se abrieron solas; las voces negras y amarillas hablaban aún de nuestro humanismo, pero era para reprocharnos nuestra inhumanidad. Nosotros escuchamos sin desagrado esas corteses muestras de amargura. Primero fue una orgullosa admiración: ¿cómo? ¿Hablan ellos enteramente solos? ¡Fíjense lo que hemos hecho de ellos! No dudábamos nosotros que aceptasen nuestros ideales, puesto que nos acusaban de no serles fieles; esta vez Europa creyó en su misión: ella había helenizado a los asiáticos, creado esta especie nueva: los negros grecolatinos. Y agregamos, por completo entre nosotros, prácticos: y además, dejemos que griten, eso los tranquiliza; perro que ladra no muerde.

Vino otra generación, que desplazó la cuestión. Sus escritores, sus poetas, con una paciencia increíble trataron de explicarnos que nuestros valores mal pegaban con la verdad de su vida, que ellos no podían ni rechazarles enteramente, ni asimilarlos. Gruesamente, eso quería decir: ustedes hacen monstruos de nosotros, vuestro humanismo nos pretende universales y vuestras prácticas racistas nos particularizan. Nosotros les escuchamos, muy contrariados; a los administradores coloniales no se les paga para leer a Hegel, tanto más cuanto que no lo leen mucho, pero tampoco tienen necesidad de ese filósofo para saber que las conciencias desdichadas se enredan en sus propias contradicciones. Eficacia nula. Perpetuemos, pues, su desgracia, de allí no saldrá sino aire. Si hubiera en sus gemidos, nos decían les expertos, la sombra ce una reivindicación, ella sería la integración. Ni qué hablar de acordarla, por supuesto: se arruinaría el sistema, que descansa, como ustedes saben, en la sobre-explotación. Pero bastaría mantener delante de sus ojos, esa zanahoria: ellos galoparían. En cuanto a rebelarse, estábamos bastante tranquilos: ¿qué indígena cociente iría a masacrar a los hermosos hijos de Europa con el único fin de llegar a ser europeo como ellos? En una palabra, nosotros fomentábamos esas melancolías y no encontrábamos mal, cierta vez, descernir el premio Goncourt a un negro: era antes del 39.

1961. Escuchen: “No perdamos el tiempo en estériles letanías o en mimetismos nauseabundos. Dejemos a esta Europa que no cesa de hablar del hombre al mismo tiempo que lo masacra en cualquier parte que lo encuentra, en todas las esquinas de sus propias calles, en todas las esquinas del mundo. He aquí los siglos… que en nombre de una pretendida «aventura espiritual», ella asfixia a la cuasi-totalidad de la humanidad”. Este tono es nuevo. ¿Quién se anima a asumirlo? Un africano, hombre del Tercer Mundo, antiguo colonizado. Agrega él: “Europa adquirió tal velocidad loca, desordenada… que va hacia abismos de los cuales más vale apartarse”. Dicho de otra manera: ella se va al diablo. Una verdad no muy agradable de decir pero de la cual, en nuestro interior, —¿no es así, mis queridos co-continentales?— estamos todos convencidos.

Es preciso una reserva, sin embargo. Cuando un francés, por ejemplo, dice a otros franceses: “¡Nos vamos todos al diablo!” —lo que en mi conocimiento se produce casi todos los días desde 1930— es un discurso pasional, ardiente de rabia y amor, el orador se arroja al agua con todos sus compatriotas. Y además, él agrega generalmente: “a menos que…” Se ve de qué se trata: no hay que cometer un error; si sus recomendaciones no son seguidas al pie de la letra, entonces y sólo entonces el país se desintegrará. En una palabra, es una amenaza seguida de un consejo, y estas opiniones chocan tanto menos como que brotan de la intersubjetividad nacional. Por el contrario, cuando Fanon dice de Europa que corre a su pérdida, lejos de dar un grito de alarma, propone un diagnóstico. Este médico no pretende ni condenarla sin remedio —se han visto milagros— ni darle los medios para curarse: él constata que ella agoniza. Desde afuera, basándose en los síntomas que ha podido recoger. En cuanto a curarla, no: él tiene otras preocupaciones en la cabeza; que ella reviente o sobreviva, tanto le da. Por esta razón, su libro es escandaloso; Y si ustedes murmuran, divertidos y molestos: “¡Qué es lo que nos propone”, la verdadera naturaleza del escándalo se les escapa: pues Fanon no les “propone” absolutamente nada; su obra —tan ardiente para otros— para ustedes permanece helada; en ella se habla a menudo de ustedes, a ustedes nunca. Se terminaron los Goncourt negros y los Nobel amarillos: ya no volverá más la época de los colonizados laureados. Un ex-indígena “de lengua francesa” adapta esta lengua a nuevas exigencias, la usa dirigiéndose sólo a los colonizados: “Indígenas de todos los países subdesarrollados, ¡unios!”. Qué decadencia: para los padres, nosotros éramos los únicos interlocutores; los hijos ya no nos tienen siquiera por interlocutores válidos: nosotros somos los objetos del discurso. Por supuesto, Fanon menciona al pasar nuestros crímenes famosos, Sétif, Hanoi, Madagascar, pero no se da el trabajo de condenarlos: los utiliza. Si desmonta las tácticas del colonialismo, el juego complejo de las relaciones que unen y oponen los colonos a los “metropolitanos” es para sus hermanos; su fin es enseñarles a burlarnos.

Resumiendo, el Tercer Mundo se descubre y se habla por esta vez. Se sabe que no es homogéneo, y que allí se encuentran aún pueblos avasallados, otros que adquirieron una falsa independencia, otros que luchan por conquistar su soberanía, otros, en fin, que han ganado la plena libertad pero que viven bajo la amenaza constante de una agresión imperialista. Estas diferencias son nacidas de la historia colonial, esto quiere decir de la opresión. Aquí la metrópoli se contentó con mantener a algunos feudales: allí, dividiendo para reinar, ha fabricado una bien puesta burguesía de colonizados; en otros lugares ha hecho un juego doble: la colonia es a la vez de explotación y de poblamiento. Así Europa ha multiplicado las divisiones, las oposiciones, ha forjado clases y a veces racismos, intentado por todos los expedientes provocar y acrecentar la estratificación de las sociedades colonizadas. Fanon no disimula nada: para luchar contra nosotros, la antigua colonia debe luchar contra sí misma. O más bien los dos hacen solo uno. En el fuego del combate, todas las barreras inferiores deben fundirse, la impotente burguesía de “affairistas” y compradores, el proletariado urbano, siempre privilegiado, el lumpenproletariat de los suburbios, todos deben alinearse sobre las posiciones de las masas rurales, verdadera reserva del ejército nacional y revolucionario; en esas comarcas cuyo colonialismo ha deliberadamente frenado el desarrollo, el campesinado cuando se rebela aparece muy pronto como la clase radical: él conoce la opresión desnuda, él la sufre mucho más que los trabajadores de las ciudades y, para impedir que se muera de hambre es preciso nada menos que un estallido de todas las estructuras. Que la Revolución triunfe, y ella será socialista; que se detenta su impulso, que la burguesía colonizada tome el poder y el nuevo Estado, a despecho de una. soberanía formal, permanece en las manes de los imperialistas. Es lo que ilustra muy bien el ejemplo de Katanga. Así la unidad del Tercer Mundo no está hecha: es una empresa en curso que pasa por la unión, en cada país, antes como después de la independencia, de todos los colonizados bajo el comando de la clase campesina. He aquí lo que Fanon explica, a sus hermanos de Africa, de Asia, de América Latina: nosotros realizaremos todos juntos y en todas partes el socialismo revolucionario o seremos derrotados uno a uno por nuestros antiguos tiranos. El no disimula nada; ni las debilidades, ni las discordias ni las mistificaciones. Aquí el movimiento adquiere un mal comienzo; allá, luego de fulminantes éxitos, ha perdido el ritmo; en otras partes se ha detenido: si se quiere que lo retome, es preciso que los campesinos arrojen su burguesía al mar. El lector es puesto severamente en guardia contra las alineaciones más peligrosas: el líder el culto de la persona, la cultura occidental y, tanto más, el retomo del lejano pasado de la cultura africana: la verdadera cultura es la Revolución; esto quiere decir que ella se forja en caliente. Fanon habla en voz alta; nosotros los europeos, podemos escucharlo: la prueba es que ustedes tienen este libro entre sus manos; ¿no teme él que las potencias coloniales aprovechen su sinceridad?

No. El no teme nada. Nuestros procedimientos están permitidos. pueden a veces retardar la emancipación; no la detendrán. Y no imaginemos que podremos reajustar nuestros métodos: el neo colonialismo, ese sueño perezoso de las metrópolis, es puro viento; las “Terceras Fuerzas” no existen o bien son las “burguesías-bidones” que el colonialismo ha puesto ya en el poder. Nuestro maquiavelismo tiene pocos asideros en este mundo bien despierto que ha despistado a nuestras mentiras, unas tras otras. El colono sólo tiene un recurso: la fuerza, cuando le queda; el indígena sólo una elección: la servidumbre o la soberanía. ¿Qué puede hacerle a Fanon que ustedes lean o no esta obra? Es a sus hermanos a quienes denuncia nuestras viejas astucias, seguro de que no tenemos otras de repuesto. Es a ellos a quienes dice: Europa ha metido las patas en nuestros continentes, hay que cortárselas hasta que las retire; el momento nos favorece; nada ocurre en Bizerta, en Elisabethville, en los desiertos argelinos, que la Tierra entera no esté informada; los bloques toman partidos contrarios, se respetan; aprovechemos esta parálisis, entremos en la historia y que nuestra irrupción la vuelva universal por primera vez; luchemos: a falta de otras armas, bastará la paciencia del cuchillo.

Europeos, abran este libro, entren en él. Después de algunos asos en la noche verán a extranjeros reunidos en torno a un fuego, aproxímense, escuchen: ellos discuten la suerte que les reservan a vuestras factorías, a los mercenarios que las defienden. Los verán a ustedes tal vez, pero continuarán hablando entre ellos, sin bajar la voz siquiera. Esta indiferencia golpea al corazón: los padres, criaturas de la sombra, vuestras criaturas, eran almas muertas, ustedes les dispensaban la luz, ellos no se dirigían sino a ustedes, y ustedes no se tomaban el trabajo de responder a esos zombis. Los hijos los ignoran: un fuego los ilumina y los caldea, que no es el vuestro. A distancia respetuosa, ustedes se sentirán furtivos, nocturnos, ateridos; a cada uno su turno; en esas tinieblas de donde va a surgir otra aurora, los zombis son ustedes.

En ese caso, dirán ustedes, tiremos esta obra por la ventana. ¿Para qué leerla, puesto que no está escrita para nosotros? Por dos motivos, de los cuales el primero es que Fanon les explica a sus hermanos y desmonta para ellos el mecanismo de nuestras alienaciones: aprovechen ustedes para descubrirse a sí mismos en su verdad de objetos. Nuestras víctimas nos conocen por sus heridas y por sus hierros: es lo que vuelve a su testimonio irrefutable. Basta que nos muestren lo que hemos hecho de ellas para que nosotros conozcamos lo que hemos hecho de nosotros. ¿Es esto útil? Sí, puesto que Europa está en gran peligro de reventar. Pero, dirán ustedes todavía, nosotros vivimos en la metrópolis y reprobamos los excesos. Es cierto: ustedes no son colonos, pero no valen ustedes más. Son vuestros pioneros, ustedes los han enviado, en ultramar, ellos les han enriquecido; ustedes les habían prevenido: si hacían correr mucha sangre, ustedes los desautorizarían de labios afuera; de la misma manera un Estado —cualquiera sea— mantiene en el exterior una turba de agitadores, provocadores y espías a los que desautoriza cuando se los prende. Ustedes, tan liberales, tan humanos, que levantan el amor de la cultura hasta el preciosismo, ustedes fingen olvidar que poseen colonias y que allí se masacra en vuestro nombre. Fanon revela a sus camaradas —a algunos de ellos, sobre todo, que siguen siendo algo demasiado accidentalizados— la solidaridad de los “metropolitanos” y de sus agentes coloniales. Tengan el coraje de leerlo: por esta primera razón, que les dará vergüenza y que la vergüenza, como dijo Marx, es un sentimiento revolucionario. Ya ven: yo tampoco puedo desprenderme de la ilusión subjetiva. Yo también, les digo: “Todo está perdido, a menos que…”. Europeo, robo el libro de un enemigo y hago de él un medio para curar a Europa. Aprovéchenlo.

Esta es la segunda razón: si dejan de lado la Y charla fascista de Sorel, encontrarán que Fanon es el primero desde Engels en recolocar en la luz a la partera de la historia. Y no vayan a creer que una sangre muy ardiente o que desgracias de la infancia le hayan dado por la violencia no sé qué gusto singular: él se hace intérprete de la situación, nada más. 

Pero esto basta para que constituya, etapa por etapa, la dialéctica que la hipocresía liberal les oculta y que nos ha producido a nosotros tanto como a él.
En el siglo pasado, la burguesía tuvo a los obreros por envidiosos, desarreglados por groseros apetitos, pero tuvo cuidado de incluir a esos grandes brutos en nuestra especie: a menos de ser hombres y libres cómo podrían ellos vender libremente su fuerza de trabajo. En Francia, en Inglaterra, el humanismo se pretende universal.

Con el trabajo forzado, es todo lo contrario: nada de contrato; y además de esto, es preciso intimidar; luego, la opresión se muestra. Nuestros soldados, en ultramar-rechazando el universalismo metropolitano, aplican al género humano el numeras clausus: puesto que nadie puede sin crimen despojar a su semejante, avasallarlo o matarlo, ellos asientan como principio que el colonizado no es el semejante del hombre. Nuestras fuerzas punitivas han recibido la misión de cambiar esta abstracta certidumbre en realidad: se ha dado orden de rebajar a los habitantes del territorio anexado al nivel de los monos superiores para justificar que el colono los trate como bestias de carga. La violencia colonial no se da solamente por fin el mantener respetuosos a estos hombres avasallados, ella busca deshumanizarlos. Nada será ahorrado para liquidar sus tradiciones, para substituir nuestras lenguas a las suyas, para destruir su cultura sin darles la nuestra; se los embrutecerá de fatiga. Desnutridos, enfermos, si aún resisten, el miedo terminará la tarea: los fusiles apuntan al campesino; vienen civiles que se instalan sobre su tierra y lo constriñen por el látigo a cultivarla para ellos. Si resiste, los soldados tiran, es un hombre muerto; si cede, se degrada, ya no es un hombre; la vergüenza y el temor van a fisurar su carácter, a desintegrar su persona. El asunto es llevado a tambor batiente por los expertos: no es de hoy día que datan los “servicios psicológicos”. Ni el lavado de cerebro. Y sin embargo, a pesar de tantos esfuerzos, el fin no es alcanzado en ninguna parte: en el Congo, donde se cortaban las manos a los negros, no más que en Angola, donde recientemente se perforaba los labios de los descontentes para cerrarlos con candados. Y yo no pretenda que sea imposible cambiar a un hombre en bestia: yo digo que no se alcanza eso sin debilitarlo considerablemente; los golpes no bastan nunca-, es preciso insistir, sobre la desnutrición. Es un fastidio con la servidumbre: cuando se domestica a un miembro de nuestra especie se disminuye su rendimiento, y, por poco que se le dé un hombre de corral termina por costar más de lo que produce. Por esta razón los colonos están obligados a de tener el adiestramiento a mitad de camino: el resultado ni hombre ni bestia, es el indígena. Golpeado, subalimentado, enfermo, amedrentado, pero hasta un cierta punto solamente, él tiene —negro, amarillo o blanco-siempre los mismos rasgos de carácter: es un perezoso taimado y ladrón, que vive de nada y sólo conoce la fuerza.

Pobre colono: he aquí su contradicción puesto al denudo. El debería, como según se dice, hace el genio, matar a los que pilla. Ahora bien, esto no es posible: ¿no es preciso, también, que los explote? Falto de impulsar la masacre hasta el genocidio, y la servidumbre hasta el embrutecimiento, él pierde los pedales, la operación se invierte, una implacable lógica lo conducirá hasta la descolonización.

No en seguida. Primero, el europeo reina: él ya ha pedido pero no se da cuenta de ello; él no sabe aún que los indígenas son falsos indígenas: él, si le escuchamos les hace mal para destruir o para rechazar el mal en ellos tienen en sí mismos; al cabo de tres generaciones sus perniciosos instintos no renacerán más. ¿Que instintos? ¿Los que impulsan a los esclavos a masacrar amo? ¿Cómo no reconoce su propia crueldad vuelta contra él? El salvajismo de estos campesinos oprimidos, ¿como no lo reencuentra él en su salvajismo de colono que ellos han absorbido por todos los poros y del cual no se curan? La razón es simple: este personaje imperiosa enloquecido por su todopoderío y por el miedo de perderlo, ya no recuerda bien que él ha sido un hombre: se toma por un látigo o por un fusil; ha llegado a creer que la domesticación de las “razas inferiores” se obtiene por el condicionamiento de sus reflejos. El descuida la memoria humana, los recuerdos imborrables; y además, sobre todo, hay esto que tal vez no supo nunca: nosotros no llegamos a ser lo que somos más que por la negación íntima y radical de lo que se ha hecho de nosotros. ¿Tres generaciones? Desde la segunda, apenas abiertos los ojos, los hijos han visto que se golpeaba a sus padres. En términos de psiquiatría, helos aquí “traumatizados”. Para toda la vida. Pero estas agresiones sin cesar renovadas, lejos de llevarlos a someterse, los arrojan en una contradicción insoportable de la cual el europeo, tarde o temprano, recuperará los gastos. Después de esto, que se los adiestre a su turno, que se les enseñe la vergüenza, el dolor y el hambre: no se suscitará en sus cuerpos más que una rabia volcánica cuya potencia es igual a la de la presión que se ejerce sobre ellos. ¿Ellos no conocen, dicen ustedes, más que la fuerza? Por supuesto; primero será sólo la del colono, y, pronto, sólo la suya, esto quiere decir: la misma rebrotando sobre nosotros como nuestro reflejo viene del fondo de un espejo a nuestro encuentro, No se equivoquen; por este loco malhumor, por esta bilis y esta hiél, por su deseo permanente de matarnos, por la constricción permanente de músculos poderosos que temen desanudarse, ellos son hombres: por el colono, que los quiere hombres apenados, y contra él. Ciego aún, abstracto, el odio es su único tesoro: el Amo lo provoca porque busca embrutecerlos, fracasa en quebrarlo porque sus intereses lo detienen a mitad de camino; así los falsos indígenas son humanos aún, por la potencia y la impotencia del opresor que se transforman, en ellos, en un rechazo empecinado de la condición animal. Por lo demás, se comprende; ellos son perezosos, por supuesto: se trata de sabotaje. Taimados, ladrones: caramba, sus menudos robos marcan el comienzo de una resistencia todavía no organizada. Esto no alcanza: hay quienes se afirman arrojándose con las manos vacías contra los fusiles; son sus héroes; y otros se hacen hombres asesinando europeos. Se los derriba: bandidos y mártires, su suplicio exalta a las masas aterradas.

Aterradas, sí: en este nuevo momento, la agresión colonial se interioriza en Terror en los colonizados. Por esto no entiendo solamente el temor que sienten frente a nuestros inagotables medios de represión, sino también el que les inspira su propio furor. Están arrinconados entre nuestras armas que les apuntan y esas espantosas pulsiones, esos deseos de asesinato que suben desde el fondo de los corazones y que no siempre reconocen: pues no es primero su violencia, es la nuestra, de vuelta, la que crece y los desgarra; y el primer movimientos de estos oprimidos es ocultar profundamente esa cólera inconfesable que su moral y la nuestra re-prueban y que no es sin embargo, más que el último reducto de su humanidad, Lean a Fanón: sabrán que, en la época de su impotencia, la locura asesina es el inconsciente colectivo de los colonizados.
Esto furia contenida, al no estallar, gira en redondo y arrasa a los mismos oprimidos. Para liberarse de esta, llegan a masacrarse entre ellos: las tribus luchan unas contra otras, a falta de poder enfrentar al enemigo verdadero —y ustedes pueden contar con la política colonial para mantener sus rivalidades; el hermano, al levantar el cuchillo contra su hermano, cree destruir, de una vez por todas, la detestada imagen de su común envilecimiento. Pero estas víctimas expiatorias no apaciguan su sed de sangre; ellos no se impedirán marchar contra las ametralladoras más que haciéndose nuestros cómplices; esta deshumanización que rechazan, ellos quieren de por sí acelerar el progreso. Bajo los ojos divertidos del colono, ellos se prevendrán contra sí mismos por medio de barreras sobrenaturales, ya reanimando viejos mitos terribles, ya ligándose por ritos meticulosos: así el obseso escapa a su exigencia profunda infligiéndose manías que lo requieren a cada momento. Bailan: eso los ocupa; eso desanuda sus músculos dolo-rosamente contraídos, y además la danza imita en secreto, a menudo sin que lo sepan, el NO que no pueden decir, las muertes que no se animan a cometer. En ciertas regiones, usan este último recurso: la posesión.

De lo que antes era el hecho religioso en su simplicidad, una cierta comunicación del fiel con lo sagrado, ellos hacen un arma contra la desesperación y la humillación: los “zars”, los “loas”, los santos de la santería descienden en ellos, gobiernan su violencia y la derrochan en trances hasta el agotamiento. Al mismo tiempo estos altos personajes los protegen: esto quiere decir que los colonizados se defienden de la alienación colonial encareciendo la alienación religiosa. Con este único resultado, al fin de cuentas, que acumulan las dos alienaciones y que cada una se refuerza con la otra. Así, en ciertas psicosis, cansados de ser insultados todos los días, a los alucinados se les ocurre un buen día escuchar una voz de ángel que los cumplimenta; los quodlibetos no terminan ahí: en adelante alternarán con las felicitaciones. Es una defensa y es el fin de su aventura: la persona está disociada, el enfermo se encamina hacia la demencia. Agreguen, para algunos infortunados rigurosamente seleccionados, esa otra posesión de la que hablé más arriba: la cultura occidental. En su lugar, dirán ustedes, me gustarían más mis “zars” que la Acrópolis. Bien: han comprendido. No del todo sin embargo, ya que ustedes no están en su lugar. No todavía. Si no, ustedes sabrían que ellos no pueden elegir: acumulan. Dos mundos, esto hace dos posesiones: se baila toda la noche, al amanecer se apresuran en las iglesias para escuchar la misa; de día en día la hendidura se acrecienta. Nuestro enemigo traiciona a sus hermanos y se hace nuestro cómplice; sus hermanos harán otro tanto. El indígena es una neurosis introducida y mantenida por el colono en los colonizados con su consentimiento.

Reclamar y renegar, al mismo tiempo, la condición humana: la contradicción es explosiva. Y lo bien que ella explota, ustedes lo saben como yo. Y nosotros vivimos en épocas de deflagración: que el ascenso de nacimientos acreciente la escasez, que los recién venidos tengan un poco más de miedo de vivir que de morir, el torrente de la violencia arranca todas las barreras. En Argelia, en Angola, a los europeos se los masacra a la vista. Es el momento del boomerang, el tercer tiempo de la violencia: ella vuelve sobre nosotros, nos golpea y, no menos que otras veces, no comprendemos que es el nuestro. Los “liberales” permanecen atontados: reconocen que no éramos muy educados con los indígenas, que hubiera sido más justo y más prudente acordarles algunos derechos en la medida de lo posible; ellos no pedían más que admitirlos por hornadas y sin padrino en ese club tan cerrado, nuestra especie: y he aquí que ese desencadenamiento bárbaro y loco los elude tan poco como a los malos colonos. La Izquierda Metropolitana está molesta: ella conoce la verdadera suerte de los indígenas, la opresión sin misericordia de que han sido objeto, ella no condena su rebelión, sabiendo que lo hemos hecho todo para provocarla. Pero aún así, piensa ella, hay límites: estos guerrilleros deberían desear ser caballerescos; ese sería el mejor medio de probar que son hombres. A veces los amonesta: “Ustedes van muy fuerte, nosotros no los sostendremos más”. Eso, a ellos, tanto les da: por lo que vale el apoyo que ella les presta, podría muy bien metérselo en el culo. Desde que su guerra comenzó, ellos han percibido esta verdad rigurosa: nosotros nos valemos todos mientras estamos, hemos aprovechado todos de ellos, ellos no tienen nada por probar, ellos no harán tratamientos de favor a nadie. Un solo deber, un solo objetivo: echar al colonialismo por todos los medios. Y los más avisados de nosotros, estarán, en rigor, prontos a admitirlo pero no pueden impedirse el ver en esta prueba de fuerza el medio muy inhumano que los subhombres han tomado para hacerse conceder una carta de humanidad: que se la acuerde lo más pronto posible y que traten entonces, por empresas pacíficas, de merecerla. Nuestras bellas almas son racistas.

Ellas sacarán provecho leyendo a Fanón; esta violencia irreprimible, él lo muestra perfectamente, no es una absurda tempestad ni la resurrección de instintos salvajes ni aún un efecto del resentimiento: es el hombre mismo recomponiéndose. Esta verdad, nosotros la hemos sabido, creo, y la hemos olvidado: las marcas de la violencia, ninguna dulzura las borrará: es la violencia la que puede solamente destruirlas. Y el colonizado se cura de la neurosis colonial echando al colono por las armas. Cuando su rabia estalla, él recupera su transparencia perdida, él se conoce en la misma medida en que se hace; de lejos nosotros tenemos su guerra como el triunfo de la barbarie; pero ella procede por sí misma a la emancipación progresiva del combatiente, ella liquida en él y fuera de él, progresivamente, las tinieblas coloniales. Desde que convenza, ella es, sin piedad. Es preciso o permanecer aterrado o devenir terrible; esto quiere decir: abandonarse a las disociaciones de una vida truncada o conquistar la unidad natal. Cuando los campesinos tocan los fusiles, los viejos mitos palidecen, las prohibiciones son, una a una, derribadas: el arma de un combatiente, es su humanidad. Pues, en el primer tiempo de la rebelión, hay que matar: abatir a un europeo es voltear dos pájaros de una pedrada, suprimir al mismo tiempo a un opresor y a un oprimido: quedan un hombre muerto y un hombre libre; el sobreviviente, por la primera vez, siente un suelo nacional bajo la planta de sus pies. En este momento, la Nación no se alela de él: se la encuentra donde él va, donde él está —nunca más lejos—, ella se confunde con su libertad. Pero, después de la primera sorpresa, el ejército colonial reacciona: es preciso unirse o hacerse masacrar. Las discordias tribales se atenúan, tienden a desaparecer: primero porque ponen en peligro a la Revolución, y más profundamente porque ellas no tenían otro oficio que derivar la violencia hacia falsos enemigos. Cuando persisten, como en el Congo, es que son mantenidas por los agentes del colonialismo. La Nación se pone en marcha: para cada hermano ella está en todas partes donde los otros hermanos combaten. Su amor fraternal es el revés del odio que ellos les dirigen: hermanos en que cada uno de ellos ha matado, puede de un momento a otro, haber matado. Fanón muestra a sus lectores los límites de la “espontaneidad”, la necesidad y los peligros de la “organización”. Pero, cualquiera fuera la inmensidad de la tarea, a cada desenvolvimiento. Vuelan los últimos complejos: que se venga un poco de la empresa la conciencia revolucionaria se profundiza hablarnos del “complejo de dependencia” en el soldado de la E.L.N. Liberado de sus anteojeras, el campe-dúo toma conocimiento de sus necesidades: ellas lo mataban pero él intentaba ignorarlas; él las descubre como exigencias infinitas. En esta violencia popular — para cumplir cinco años, ocho años como han hecho los argelinos, las necesidades militares, sociales y políticas no se pueden distinguir. La guerra —aunque no sea más que planteando la cuestión del mando y de las responsabilidades— instituye nuevas estructuras que serán las primeras instituciones de la paz. He aquí pues al hombre instaurado hasta en nuevas tradiciones, hijas futuras de un horrible presente, helo aquí legitimado por un derecho que va a nacer, que nace cada día en la lucha: con el último colono muerto, reembarcado o asimilado, la especie minoritaria desaparece, dejando el lugar a la fraternidad socialista. Y no es aún bastante: este combatiente quema las etapas; piensen ustedes que él no arriesga su piel para encontrarse en el nivel del viejo hombre “metropolitano”. Vean su paciencia: tal vez sueñe algunas veces con un nuevo Dien-Bien-Phu; pero crean que verdaderamente no cuenta con eso: es un pordiosero luchando, en su miseria, contra ricos poderosamente armados. Esperando las victorias decisivas y, a menudo, sin esperar nada, él trabaja a sus adversarios con asco. Esto no irá sin espantosas pérdidas; el ejército colonial llega a ser feroz: cuadrículas, rastrillados, reagrupamientos, expediciones punitivas; se masacra a las mujeres y los niños. El lo sabe: este hombre nuevo comienza su vida de hombre por el final; él se tiene por un muerto en potencia. Lo matarán; no sólo acepta este riesgo, sino que tiene esa certidumbre; este muerto en potencia ha perdido a su mujer, a sus hijos; ha visto tantas agonías que quiere vencer más bien que sobrevivir; otros aprovecharán la victoria, no él: él está demasiado cansado. Pero esta fatiga del corazón está en el origen de un increíble coraje. Nosotros encontramos nuestra humanidad más acá de la muerte y de la desesperación, él la encuentra más allá de los suplicios y de la muerte. Nosotros hemos sido los sembradores de viento; la tempestad, es él. Hijo de la violencia, él saca de ella, a cada momento, su humanidad: nosotros éramos hombres a expensas suyas, él se hace hombre a las nuestras. Otro hombre: de mejor calidad.

Aquí Fanón se detiene. El ha mostrado el camino: portavoz de los combatientes, ha reclamado la unión, la unidad del continente africano contra todas las discordias y todos los particularismos. Ha alcanzado la meta. Si quisiera describir integralmente el hecho histórico de la descolonización, le sería preciso hablar de nosotros: lo que no es ciertamente su propósito. Pero, cuando hemos cerrado el libro, él se prosigue en nosotros, a pesar de su autor: pues experimentamos la fuerza de los pueblos en revolución y nosotros respondemos a ella con la fuerza. Hay pues un nuevo momento de la violencia y es a nosotros, esta vez, adonde hay que volver pues ella está en vías de cambiarnos en la medida en que el falso indígena se cambia a través de ella. A cada uno corresponde conducir sus reflexiones como quiera. Con tal que, sin embargo, se reflexione: en la Europa de hoy, a todo aturdido por los golpes que se le lleve, en Francia, en Bélgica, en Inglaterra, la menor diversión del pensamiento, es una complicidad criminal con el colonialismo. Este libro no tenía ninguna necesidad de un prefacio. Tanto menos como que no se dirigía a nosotros. Yo hice uno, sin embargo, para llevar la dialéctica hasta el fin: a nosotros también, gentes de Europa, se nos descoloniza: esto quiere decir que por una operación sangrienta se extirpa el colono que hay en cada uno de nosotros. Contemplémosnos, si tenemos el valor de hacerlo, y veamos lo que ocurre con nosotros.

Hay que afrontar, primero, este “espectáculo inesperado: el strip-tease de nuestro humanismo. Aquí está, completamente desnudo, nada bello: no era más que una ideo-logia mentirosa, la exquisita justificación del pillaje; sus ternuras y su preciosismo garantizaban nuestras agresiones. Ellos tienen buena cara, los no-violentos: ¡ni víctimas ni verdugos! ¡Vamos! Si ustedes no son víctimas, cuando el gobierno que ustedes han plebiscitado, cuando el ejército donde vuestros hermanos jóvenes han servido, sin vacilación ni remordimientos, emprenden un “genocidio”, ustedes son indudablemente verdugos. Y si ustedes eligen ser víctimas, arriesgar un día o dos de presión, ustedes eligen simplemente salir de apuros. Pero no saldrán; hay que llegar hasta el fin. Comprendan por fin esto: si la violencia hubiera comenzado esta tarde, si ni la explotación ni la opresión hubieran nunca existido sobre la tierra, tal vez la no-violencia ostentosa pudiera apaciguar la querella. Pero si el régimen entero y hasta vuestros no-violentos pensamientos están condicionados por una opresión milenaria, vuestra pasividad no sirve más que para colocarlos del lado de los opresores.

Ustedes saben bien que nosotros somos explotadores, Ustedes saben bien que hemos tomado el oro y los metales y luego el petróleo de los “nuevos continentes” y que los hemos traído a las viejas metrópolis. No sin excelentes resultados: palacios, catedrales, capitales industriales; y además cuando la crisis amenazaba, allí estaban los mercados coloniales para amortizarla o desviarla. Europa, cebada de riquezas, acordó de jare la humanidad a todos sus habitantes: un hombre, entre nosotros, quiere decir un cómplice, puesto que todos hemos aprovechado la explotación colonial. Este continente, pálido y gordo se termina por dar en lo que Fanón llama justamente “narcisismo”. Cocteau se irritaba con París, “esta ciudad que habla todo el tiempo de sí misma”. ¿Y qué otra cosa hace Europa? ¿Y este monstruo super-suropeo, Norteamérica? Qué charlatanería: libertad, igualdad, fraternidad, amor, honor, patria, ¡qué se yo! Esto no nos impedía sostener al mismo tiempo discursos racistas, ¡sucio negro, sucio judío, sucio ratón. Buenos espíritus, tiernos y liberales —en suma: neocolonia-listas— se pretendían chocados por esta inconsecuencia; errar o mala fe: nada más consecuente, en nosotros, que un humanismo racista puesto que el europeo no pudo hacerse hombre sino fabricando esclavos y monstruos. Mientras hubo indígenas, esta impostura no fue desenmascarada; se encontraba en el género humano una abstracta postulación de universalidad que servía para cubrir prácticas más realistas: había, del otro lado de los mares, una raza de subhombres que, gracias a nosotros, en mil años tal vez alcanzaría nuestro estado. En una palabra, se confundía el género con la élite. Hoy día el indígena revela su verdad; de golpe, nuestro club tan hermético, revela su debilidad: no era ni más ni menos que una minoría. Hay algo peor: puesto que los otros se hacen hombres contra nosotros, aparece que nosotros somos los enemigos del género humano; la élite revela su verdadera naturaleza: una banda. Nuestros queridos valores pierden sus alas; de mirarlas de cerca, no se encontrará una que no esté manchada de sangre. Si les hace falta un ejemplo, recuerden esas grandes palabras: qué generosa, Francia. ¿Generosos, nosotros? ¿Y Sétif? ¿Y estos ocho años de guerra feroz que han costado la vida a más de un millón de argelinos?

Pero comprendan bien que no se nos reprocha haber traicionados no sé qué misión: por la sencilla razón que no teníamos ninguna. Es la generosidad misma la que están en cuestión; ese hermoso término sonoro no tiene más que un sentido: status concedido. Para los hombres de enfrente, nuevos y liberados, nadie tiene el poder ni el privilegio de dar nada a nadie. Cada uno tiene todos los derechos. Sobre todos; y nuestra especie, cuando un día sea hecha, no se definirá como la suma de los habitantes del globo, sino como la unidad infinita de sus reciprocidades. Me detengo; ustedes terminarán el trabajo sin esfuerzo; basta mirar de frente, por primera y por última vez, nuestras aristocráticas virtudes: ellas revientan; cómo sobrevivirían a la aristocracia de subhombres que las engendró. Hace algunos años, un comentador burgués —y colonialista— para defender a Occidente no encontró más que esto: “Nosotros no somos ángeles. Pero nosotros, por lo menos, tenemos remordimientos”. ¡Qué confesión! Antes nuestro continente tenía otros flotadores: el Partenón, Chartres, los Derechos del Hombre, la svástica. Se sabe actualmente lo que ellos valen: y ya no se pretende salvarnos del naufragio más que con el sentimiento muy cristiano de nuestra culpabilidad. Es el fin, como ustedes ven: Europa hace agua por todas partes. ¿Qué ha pasado, entonces? Esto, muy simplemente: que nosotros éramos los sujetos de la historia, y que actualmente somos sus objetos. La relación de fuerzas se ha invertido, la descolonización está en curso; todo lo que nuestros mercenarios pueden intentar es retardar su desenlace.

Aún hace falta que las viejas “metrópolis” se metan, que comprometan todas sus fuerzas en una batalla de antemano perdida. Esta vieja brutalidad colonial que ha hecho la dudosa gloria de los Bugeaud, nosotros la volvemos a encontrar, al fin de la aventura, decuplicada, insuficiente. Se envía el contingente a Argelia, allí se mantiene durante siete años sin resultado. La violencia ha cambiado de sentido; victoriosos nosotros la ejercíamos sin que pareciera alterarnos: ella descomponía a los otros y nosotros, los hombres, nuestro humanismo, permanecía intacto; unidos por la ganancia, los metropolitanos bautizaban fraternidad, amor, a la comunidad de sus crímenes; hoy día la misma, bloqueada en todas partes, retorna sobre nosotros a través de nuestros soldados, se interioriza y nos posee. La involución comienza: el colonizado se recompone y nosotros, ultras y liberales, colonos y “metropolitanos”, nosotros nos descomponemos. Ya la rabia y el miedo están desnudos: ellos se muestran al descubierto en las “ratoneras” de Argel. ¿Y ahora, dónde están los salvajes? ¿Dónde está la barbarie? Nada falta, ni aún el tam-tam: las bocinas riman “Argelia Francesa” mientras ios europeos hacen quemar vivos a los musulmanes. No hace mucho —Fanón lo recuerda— los psiquiatras en un Congreso se afligían por la criminalidad indígena: esas gentes se matan entre ellos, decían esto no es normal; el cortex del argelino debe ser subdesarrollado. En África central, otros han determinado que “el africano utiliza muy poco sus lóbolus frontales”. Estos sabios encontrarían interés hoy día en proseguir su encuesta en Europa y particularmente entre los franceses. Pues nosotros también, desde hace algunos años, debemos estar alcanzados de pereza frontal: los patriotas asesinan un poco a sus compatriotas; en caso de ausencia, hacen saltar al portero y a su casa. No es más que el comienzo: la guerra civil está prevista para el otoño o para la primavera próxima. Nuestros lóbulos parecen estar, sin embargo, en buen estado: ¿no sería más bien que, al no poder aplastar al indígena, la violencia vuelve sobre sí, se acumula en el fondo de nosotros y busca una salida La unión del pueblo argelino produce la desunión del pueblo francés: en todo el territorio de la ex metrópoli, las tribus danzan y se preparan para el combate. El terror ha abandonado el África para instalarse aquí: ya que hay furiosos muy buenamente que quieren hacernos pagar con nuestra sangre la vergüenza de haber sido derrotados por el indígena, y además están los otros, todos los otros, tan culpables —después de Bizerta, después de los linchamientos de septiembre, ¿quién, pues, ha bajado a la calle para decir: basta?— pero más sentados: los liberales, los duros duros de la Izquierda blanda. En ellos también la fiebre sube. Y la hurañería. ¡Pero qué miedo! Ellos se cubren su rabia con mitos, con ritos complicados para retardar el arreglo de la cuenta final y la hora de la verdad, han puesto a nuestra cabeza un Gran Hechicero cuyo oficio es mantenernos a toda costa en la oscuridad. Nadase hace; proclamada por unos, rechazada por otros, la violencia gira en redondo: un día explota en Mtez, al día siguiente en Bordeaux; pasó por aquí, pasará por allá, es el juego del ratón. A nuestro turno, paso a paso, nosotros hacemos el camino que lleva al indígena. Pero para llegar a ser enteramente indígenas, sería preciso que nuestro suelo fuera ocupado por los antiguos colonizados y que reventáramos de hambre. Esto no será: no, es el colonialismo destronado el que nos posee, es él quien nos encabalgará pronto, chocho y soberbio; helo aquí, nuestro “zar”, nuestro “loa”. Y ustedes se persuadirán leyendo el último capítulo de Fanón, que vale más ser un indígena en el peor momento de la miseria que uno antes colono. No es bueno que un funcionario de policía esté obligado a torturar diez horas por día: a ese ritmo, sus nervios van a crujir a menos que se prohiba a los verdugos, en su propio interés, hacer horas suplementarias. Cuando se quiere proteger con el rigor de las leyes la moral de la Nación y del Ejército, no es bueno que ésta desmoralice sistemáticamente a aquella. Ni que un país de tradición republicana confíe sus jóvenes, por centenas de miles, a oficiales putschistas. No es bueno, mis compatriotas, ustedes que conocen todos los crímenes cometidos en nuestro nombre, no es verdaderamente bueno que no digan una palabra sobre ellos, ni aún a vuestra alma, por temor a juzgarse. Al comienzo ustedes ignoraban, quiero creerlo, después han dudado, al presente ustedes saben, pero se callan siempre. Ocho años de silencio, esto degrada, Y vanamente: hoy día el enceguecedor sol de la tortura está en el zenit, ilumina todo el país; bajo esta luz, ya no hay una risa que suene justa, un rostro que no se disfrace para ocultar la cólera o el miedo, un acto que no traicione nuestras repugnancias y nuestras complicidades. Hoy día basta que dos franceses se encuentren para que haya un cadáver entre ellos. Y cuando digo uno… Francia, antes, era un nombre de país; tengamos cuidado que no sea, en 1961, el nombre de una neurosis.

“Curaremos? Sí. La violencia, como la lanza de Aquiles, puede cicatrizar las heridas que ha hecho. Actualmente estamos encadenados, humillados, enfermos de miedo: en lo más bajo. Felizmente esto todavía no alcanza a la aristocracia colonialista: ella no puede cumplir su misión retardataria en Argelia como no haya acabado antes de colonizar a los franceses. Retrocedemos cada día frente a la pelea pero estén seguros que no la evitaremos: tienen necesidad de ella los asesinos; van a robarnos las plumas y a golpear en el montón. Así terminará el tiempo de los brujos y de los fetiches: tendrán que luchar o pudrirse en los campos. Es el último momento de la dialéctica: ustedes condenan esta guerra pero no se animan todavía a declararse solidarios de los combatientes argelinos; no teman, cuenten con los colonos y con los mercenarios: ellos les harán marcar el paso. Tal vez, entonces, la espalda contra la pared, soltarán por fin esta violencia nueva que antiguos crímenes suscitan en ustedes. Pero, esto, como se dice, es otra historia. La del hombre. Se aproxima el tiempo, estoy seguro, en que nos uniremos a quienes la hacen.

Jean Paul Sartre
Septiembre 1961

martes, 2 de abril de 2013

Jean-Luc Nancy - Extraños cuerpos extraños

¿Quién más en el mundo conoce algo como “el cuerpo”? Es el producto más tardío, el más largamente decantado, refinado, desmontado y vuelto a montar de nuestra vieja cultura. Si Occidente es una caída, como pretende su nombre, el cuerpo es el último peso, la punta más extrema del peso que se vuelca en esta caída. El cuerpo es la gravedad. Las leyes de la gravitación conciernen a los cuerpos en el espacio. Pero ante todo el cuerpo pesa en sí mismo: en sí mismo ha descendido bajo la ley de esta gravedad propia que lo ha empujado hasta el punto en que se confunde con su carga. Es decir, con su espesor de muro de prisión, o con su masa de tierra amontonada en la tumba, o bien con la pringosa rigidez de ropa usada, y para acabar, con su peso específico de agua y de hueso – pero siempre, ante todo, a cargo de su caída, venido del éter, caballo negro, bestia de carga.
Arrojado de muy alto, por el Altísimo en persona, en la falsedad de los sentidos, en la malignidad del pecado. Cuerpo indefectiblemente desastroso: eclipse y caída fría de los cuerpos celestes ¿No nos habremos inventado el cielo con el solo fin de hacer que los cuerpos decaigan?
Sobre todo no creamos haber acabado con ello. Hemos dejado de hablar de pecado, tenemos cuerpos a salvo, cuerpos de salud, de deporte, de placer. Pero quién no es capaz de ver que con ello el desastre se agrava, pues el cuerpo está cada vez más sumido, más abajo y su caída es cada vez más inminente, cada vez más angustiosa. “El cuerpo” es nuestra angustia puesta al desnudo.
Sí, ¿qué civilización ha podido inventar eso? El cuerpo tan desnudo, el cuerpo en fin...
 Extraños cuerpo extraños, dotados de Ying y de Yang, de un Tercer Ojo, de Campos de Cinabrio y del Océano de Soplos, cuerpos con incisiones, cincelados, marcados, tallados a modo de microcosmos o de constelaciones: ignorantes del desastre. Extraños cuerpos extraños, eximidos del peso de la desnudez y abocados a concretarse en sí mismos, bajo sus pieles saturadas de signos, hasta la retracción de todos los sentidos en un sentido insensible y blanco, cuerpos liberados en vida, remates puros de una luz propia eyaculada.
Ciertamente, ninguna de sus palabras nos habla de nuestro cuerpo. El cuerpo de los blancos, el cuerpo que ellos encuentran pálido, siempre a punto de propagarse, en lugar de recogerse, sin marca alguna, ni cortadura, ni incrustación – ese cuerpo les es más ajeno que una cosa extraña. A lo más una cosa…
Nosotros no hemos desnudado el cuerpo; lo hemos inventado, y él es la desnudez,  y no hay otra, y lo que ella es, es ser más extraña que todos los extraños cuerpos extraños.
Que “el cuerpo” nombre al “Extraño”, absolutamente, tal es el pensamiento, su fuerza de extracción, y el que haya que atravesarlo. Sobre todo, no hacer como si no hubiese tenido lugar, como si el cuerpo desnudo y pálido de Dios, del Extraño, no estuviese para largo tiempo arrojado a través de la escena.
 (Que no se pregunte, en todo caso, por qué el cuerpo suscita tanto odio.)
 (Que no se preocupe por qué es una palabra afectada, estrecha, mezquina, distante, delicada – pero también repugnante, grasienta, turbia, obscena, pornoscópica.)
 (Se nos ocurre que, a esta palabra, sólo se la salva con bellos dibujos de geometría de tres o de n dimensiones, con elegantes axonometrías: pero entonces todo flota suspendido en el aire, y el cuerpo debe tocar tierra.)

lunes, 11 de marzo de 2013

Emma Goldman - La Filosofía del Ateísmo



Para dar una exposición adecuada acerca de la filosofía del ateísmo, sería necesario entrar en los cambios históricos de la creencia en una deidad, desde sus primeros comienzos hasta la actualidad. Pero eso no está dentro del ámbito de aplicación del presente documento. Sin embargo, no está fuera de lugar mencionar, de paso, que el concepto de Dios, Poder Sobrenatural, Espíritu, Deidad, o cualquier otro término en que la esencia del teísmo haya encontrado expresión, se han hecho más indefinidos y oscuros en el curso del tiempo y el progreso. En otras palabras, la idea de Dios es cada vez más impersonal y nebulosa en la medida en que la mente humana aprende a comprender los fenómenos naturales y en la medida en que la ciencia progresivamente correlaciona los eventos sociales y humanos.

Dios, hoy, ya no representa la misma fuerza que en el comienzo de su existencia, ni dirige el destino humano con la misma mano de hierro de antaño. Más bien la idea de Dios expresan una especie de estímulo espiritualista para satisfacer los caprichos y fantasías de todos los matices de la debilidad humana. En el curso del desarrollo humano, la idea de Dios se ha visto obligada a adaptarse a cada fase de los asuntos humanos, lo cual es perfectamente coherente con el origen de la idea misma.

La concepción de los dioses se originó en el temor y la curiosidad. El hombre primitivo, incapaz de comprender los fenómenos de la naturaleza y acosado por ellos, vio en cada manifestación aterradora alguna fuerza siniestra expresamente dirigida contra él, y como la ignorancia y el miedo son los padres de toda superstición, la imaginación preocupada del hombre primitivo tejió la idea de Dios.

Muy acertadamente, el mundialmente reconocido ateo y anarquista, Bakunin, dice en su gran obra Dios y el Estado: "Todas las religiones, con sus dioses, sus semidioses y sus profetas, sus Mesías y sus santos, han sido creadas por la fantasía crédula de los hombres, no llegados aún al pleno desenvolvimiento y a la plena posesión de sus facultades intelectuales; en consecuencia de lo cual, el cielo religioso no es otra cosa que un milagro donde el hombre, exaltado por la ignorancia y la fe, vuelve a encontrar su propia imagen, pero agrandada y trastrocada, es decir, divinizada. La historia de las religiones, la del nacimiento, de la grandeza y de la decadencia de los dioses que se sucedieron en la creencia humana, no es nada más que el desenvolvimiento de la inteligencia y de la conciencia colectiva de los hombres. A medida que, en su marcha históricamente regresiva, descubrían, sea en sí mismos, sea en la naturaleza exterior, una fuerza, una cualidad o un defecto cualquiera, lo atribuían a sus dioses, después de haberlos exagerado, ampliado desmesuradamente, como lo hacen de ordinario los niños, por un acto de su fantasía religiosa… Que no parezca mal a los metafísicos y a los idealistas religiosos, filósofos, políticos o poetas: la idea de Dios implica la abdicación de la razón humana y de la justicia humana, es la negación más decisiva de la libertad humana y lleva necesariamente a la esclavitud los hombres, tanto en la teoría como en la práctica.

Así, la idea de Dios, resucitado, reajustado, y ampliado o reducido, de acuerdo a la necesidad de la época, ha dominado la humanidad y seguirá haciéndolo hasta que el hombre levante la cabeza hacia el día soleado, sin miedo y con la voluntad despierta hacia el. A medida que el hombre aprende a realizarse y a moldear su propio destino, el teísmo se convierte en superfluo. En este punto el hombre será capaz de darse cuenta que su relación con sus compañeros depende enteramente de lo mucho que puede superar su dependencia de Dios.

Ya hay indicios de que el teísmo, que es la teoría de la especulación, está siendo reemplazado por el ateísmo, la ciencia de la demostración, la una que cuelga en las nubes metafísicas del más allá, mientras la otra tiene sus raíces firmes en el suelo. Es la tierra, no el cielo, lo que el hombre debe rescatar, si realmente debe ser salvado.

La disminución del teísmo es un espectáculo muy interesante, especialmente cuando se manifiesta en la ansiedad de los teístas, sea cual sea su marca en particular. Se dan cuenta, para su angustia, que las masas son cada día más ateas, más anti-religiosas, que están dispuestas a abandonar el Más Allá y su dominio divino de los ángeles y los gorriones, porque cada vez más las masas se están convirtiendo en absortas en los problemas de su existencia inmediata.

Cómo llevar a las masas de nuevo a la idea de Dios, el espíritu, la causa primera, etc. -es la cuestión más apremiante de todos los teístas. Metafísicas como todas estas preguntas parecen ser, sin embargo, tienen un fondo físico muy marcado. Puesto que la religión, la "verdad divina", las recompensas y los castigos son las marcas más grandes, corruptas y perniciosas, la industria  más poderosa y lucrativa del mundo, sin exceptuar la industria de fabricación de armas de fuego y municiones. Es la industria que nubla la mente humana y sofoca el corazón humano. La necesidad no conoce ley, por lo tanto, la mayoría de los teístas se ven obligados a tomar cualquier sujeto, incluso si esto no tiene ninguna influencia en una deidad o revelación o en el Más Allá. Tal vez sienten el hecho de que la humanidad está cada vez más cansada de las mil y una marcas de Dios.

Cómo elevar este nivel muerto de creencia teísta es realmente una cuestión de vida o muerte para todas las denominaciones. Por esto, su tolerancia; pero es tolerancia no de entendimiento, sino de debilidad. Tal vez eso explica los esfuerzos que se promueven en todas las publicaciones religiosas para combinar variadas filosofías religiosas y contradictorias teorías teístas en una confianza confesional. Cada vez más, los distintos conceptos "del único Dios verdadero, el único espíritu puro, -la única religión verdadera" tolerantemente se pasan por alto en el frenético esfuerzo para establecer un terreno común para rescatar a la masa moderna de la influencia "perniciosa" de las ideas ateas.

Es característico de  la "tolerancia"  teísta que a nadie le importe lo que la gente cree, sólo lo que ellos creen o fingen creer. Para lograr este fin, los más crueles y vulgares métodos están siendo utilizados. Reuniones de esfuerzo religioso y reposiciones con Billy Sunday y sus métodos campeones que deben ultrajar todos los sentidos refinados, y que en su efecto sobre el ignorante y el curioso a menudo tienden a crear un estado leve de demencia no pocas veces acoplados con la erotomanía. Todos estos esfuerzos frenéticos encuentran la aprobación y apoyo de los poderes terrenales, desde el déspota de Rusia ante el Presidente norteamericano, de Rockefeller y Wanamaker hasta el más insignificante hombre de negocios. Dilapidan ese capital invertido en Billy Sunday, Y.M.C.A., Christian Science, y otras varias instituciones religiosas que sacarán enormes beneficios de las masas subyugadas, domesticadas y obtusas.

Consciente o inconscientemente, la mayoría de los teístas ve en los dioses y demonios, el cielo y el infierno; el premio y el castigo, un látigo para fustigar a la gente a la obediencia, la mansedumbre y el contento. La verdad es que el teísmo habría perdido su pie mucho antes de esto pero debido a las fuerzas combinadas de Mammon[1] y el poder. De que manera se encuentra realmente arruinado, se está demostrando en las trincheras y campos de batalla de la Europa de hoy.

¿No han pintado todos los teístas a su deidad como el Dios del amor y la bondad? Aún después de miles de años de tales predicaciones los dioses permanecen sordos a la agonía de la raza humana. Confucio no se preocupa por la pobreza, la miseria y el sufrimiento de la gente de China. Buda permanece tranquilo en su indiferencia filosófica a la hambruna y el hambre de los hindúes ultrajados; Jahve sigue sordo al grito amargo de Israel, mientras que Jesús se niega a resucitar de entre los muertos en contra de los cristianos que se matan unos a otros.

El estribillo de todos los cantos y alabanzas "al Más Alto" habla de la justicia y la misericordia de aquel Dios. Sin embargo, la injusticia entre los hombres esta en aumento constantemente; los atropellos cometidos contra las masas en este país por sí solos parecen ser suficientes como para desbordar los mismos cielos. Pero ¿dónde están los dioses para poner fin a todos estos horrores, estas injusticias, esta falta de humanidad del hombre? No, no los dioses, sino el HOMBRE debe hacerles frente en su ira poderosa. Él, engañado por todas las deidades, traicionado por sus emisarios, él mismo, debe comprometerse a marcar el comienzo de la justicia sobre la tierra.

La filosofía de Ateísmo expresa la expansión y el crecimiento de la mente humana. La filosofía de teísmo, si podemos llamarla filosofía, es estática y fija. Incluso la simple tentativa de perforar estos misterios representa, desde el punto de vista teísta, la no creencia en la omnipotencia que todo lo abarca, e incluso una negación de la sabiduría de los poderes divinos fuera del hombre. Afortunadamente, sin embargo, la mente humana nunca fue y nunca puede estar vinculada por fijezas. De ahí que se está forjando en su marcha incansable hacia el conocimiento y la vida. La mente humana se está dando cuenta "que el universo no es el resultado de un mandato creativo de alguna inteligencia divina, de la nada, produciendo una obra maestra caótica en perfecto funcionamiento", sino que es el producto de las fuerzas caóticas que operan a través de eones de tiempo, de enfrentamientos y cataclismos, de repulsión y atracción cristalizado a través del principio de la selección en lo que los teístas llaman, "el universo guiado en el orden y la belleza". Como Joseph McCabe bien señala en su Existencia de Dios: "una ley de la naturaleza no es una fórmula elaborada por un legislador, sino un mero resumen de los hechos observados -un «conjunto de hechos»". Las cosas no actúan de una manera particular porque hay una ley, sino que establecemos esa «ley», porque ellas actúan de esa manera”.

La filosofía del Ateísmo representa un concepto de vida sin Más Allá metafísico o Divino Regulador. Es el concepto de un mundo real, verdadero, con su liberación, ampliación y embellecimiento de las posibilidades, frente a un mundo irreal, que, con sus espíritus, oráculos, y maliciosa satisfacción ha mantenido a la humanidad en la desvalida degradación.

Puede parecer una paradoja salvaje, y sin embargo es patéticamente cierto, que este real, visible mundo y nuestra vida deberían haber estado tanto tiempo bajo la influencia de la especulación metafísica, y no de fuerzas físicas demostrables. Bajo el látigo de la idea teísta, esta tierra no ha servido a ningún otro propósito que como una estación temporal para poner a prueba la capacidad del hombre para la inmolación de la voluntad de Dios. Pero en determinado momento, el hombre trató de determinar la naturaleza de esa voluntad, y se le dijo que era totalmente inútil para la "finita inteligencia humana" ir más allá de la voluntad infinita del todo poderoso. Bajo el peso terrible de esta omnipotencia, el hombre se inclinó en el polvo -una voluntad menos, rota y sudando en la oscuridad.

El triunfo de la filosofía del ateísmo es liberar al hombre de la pesadilla de los dioses; esto significa la disolución de los fantasmas del más allá. Una y otra vez la luz de la razón ha disipado la pesadilla teísta, pero la pobreza, la miseria y el miedo han recreado los fantasmas -antiguos o nuevos, sea cual sea su forma externa, difieren poco en su esencia. El ateísmo, por otra parte, en su aspecto filosófico niega la lealtad no sólo a un concepto determinado de Dios, sino que niega toda servidumbre a la idea de Dios, y se opone al principio teísta como tal. Los dioses en sus funciones individuales no son un medio tan pernicioso como el principio del teísmo, que representa la creencia en un ser sobrenatural, o incluso omnipotente, con el poder de gobernar la tierra y el hombre en ella. Es contra el absolutismo del teísmo, su influencia perniciosa sobre la humanidad, su efecto paralizante sobre el pensamiento y la acción, que el ateísmo lucha con todo su poder.

La filosofía de Ateísmo tiene su raíz en la tierra, en esta vida, y su objetivo es la emancipación de la raza humana de todas las Deidades, ya sea judía, cristiana, musulmana, budista, Brahmana, u otra. La humanidad ha sido castigada larga y pesadamente por haber creado sus dioses; nada más que dolor y persecución han sufrido el hombre desde que los dioses comenzaron. Sólo hay una manera de salir de este error: El hombre debe romper sus cadenas que lo encadenaron a las puertas del cielo y el infierno, para poder comenzar a formar su conocimiento despertando de nuevo e iluminando concientemente un mundo nuevo sobre la tierra.

Sólo después del triunfo de la filosofía atea en las mentes y los corazones del hombre la libertad y la belleza podrán ser realizadas. La belleza como un regalo del cielo ha demostrado ser inútil. Será, sin embargo, convertida en la esencia y el ímpetu de la vida cuando el hombre aprenda a ver en la tierra el único cielo apto para el hombre. El ateísmo ya está ayudando a liberar al hombre de su dependencia hacia el castigo y la recompensa que el negocio celestial ofrece a los pobres de espíritu.

¿No insisten todos los tesitas que no puede haber ninguna moralidad, ninguna justicia, honestidad o fidelidad sin la creencia en un Poder Divino? Basada en el temor y la esperanza, tal moralidad siempre ha sido un producto vil, imbuido en parte con la justicia propia, en parte con la hipocresía. En cuanto a la verdad, la justicia y la fidelidad, ¿quienes han sido sus valientes exponentes valientes y atrevidos pregoneros? Casi siempre los ateos: los Ateos; vivieron, lucharon, y murieron por ellos. Ellos sabían que la justicia, la verdad y la fidelidad no son acondicionadas en el cielo, sino que están relacionadas y entrelazadas con los tremendos cambios que suceden en la vida social y material de la raza humana, no fija y eterna, sino fluctuante, incluso como la vida misma. Sobre las alturas que la filosofía del ateísmo puede todavía lograr, nadie puede profetizar. Pero algo se puede prever: sólo por su fuego regenerante las relaciones humanas serán purgadas de los horrores del pasado.

Las personas inteligentes están empezando a darse cuenta que los preceptos morales, impuestos a la humanidad a través del terror religioso, se han convertido en estereotipos y en consecuencia han perdido toda su vitalidad. Una mirada a la vida de hoy, en su carácter de desintegración, en sus intereses en conflicto con sus odios, sus crímenes, y su codicia, basta para demostrar la esterilidad de la moralidad teísta.

El hombre debe volver a sí mismo antes de que pueda aprender de su relación con sus compañeros. Prometeo encadenado a la Roca de la Eternidad (Jesucristo) está condenado a seguir siendo presa de los buitres de la oscuridad. Separad a Prometeo, y disipara la noche y sus horrores.

El ateísmo en su negación de los dioses es, al mismo tiempo la más fuerte afirmación del hombre, y por el hombre, el eterno si a la vida, el propósito y la belleza.


[1] Mammon es un término utilizado en el Nuevo Testamento para describir la abundancia o avaricia material. Mammón es hijo de Lucifer y príncipe de los Infiernos.