¿Quién más en el mundo conoce algo como “el
cuerpo”? Es el producto más tardío, el más largamente decantado, refinado,
desmontado y vuelto a montar de nuestra vieja cultura. Si Occidente es una
caída, como pretende su nombre, el cuerpo es el último peso, la punta más
extrema del peso que se vuelca en esta caída. El cuerpo es la gravedad. Las
leyes de la gravitación conciernen a los cuerpos en el espacio. Pero ante todo
el cuerpo pesa en sí mismo: en sí mismo ha descendido bajo la ley de esta
gravedad propia que lo ha empujado hasta el punto en que se confunde con su
carga. Es decir, con su espesor de muro de prisión, o con su masa de tierra
amontonada en la tumba, o bien con la pringosa rigidez de ropa usada, y para
acabar, con su peso específico de agua y de hueso – pero siempre, ante todo, a
cargo de su caída, venido del éter, caballo negro, bestia de carga.
Arrojado de muy alto, por el Altísimo en
persona, en la falsedad de los sentidos, en la malignidad del pecado. Cuerpo
indefectiblemente desastroso: eclipse y caída fría de los cuerpos celestes ¿No
nos habremos inventado el cielo con el solo fin de hacer que los cuerpos
decaigan?
Sobre todo no creamos haber acabado con ello.
Hemos dejado de hablar de pecado, tenemos cuerpos a salvo, cuerpos de salud, de
deporte, de placer. Pero quién no es capaz de ver que con ello el desastre se
agrava, pues el cuerpo está cada vez más sumido, más abajo y su caída es cada
vez más inminente, cada vez más angustiosa. “El cuerpo” es nuestra angustia
puesta al desnudo.
Sí, ¿qué civilización ha podido inventar eso?
El cuerpo tan desnudo, el cuerpo en fin...
Extraños
cuerpo extraños, dotados de Ying y de Yang, de un Tercer Ojo, de Campos de
Cinabrio y del Océano de Soplos, cuerpos con incisiones, cincelados, marcados,
tallados a modo de microcosmos o de constelaciones: ignorantes del desastre.
Extraños cuerpos extraños, eximidos del peso de la desnudez y abocados a
concretarse en sí mismos, bajo sus pieles saturadas de signos, hasta la retracción
de todos los sentidos en un sentido insensible y blanco, cuerpos liberados en
vida, remates puros de una luz propia eyaculada.
Ciertamente, ninguna de sus palabras nos
habla de nuestro cuerpo. El cuerpo de los blancos, el cuerpo que ellos encuentran
pálido, siempre a punto de propagarse, en lugar de recogerse, sin marca alguna,
ni cortadura, ni incrustación – ese cuerpo les es más ajeno que una cosa
extraña. A lo más una cosa…
Nosotros no hemos desnudado el cuerpo; lo
hemos inventado, y él es la desnudez, y
no hay otra, y lo que ella es, es ser más extraña que todos los extraños
cuerpos extraños.
Que “el cuerpo” nombre al “Extraño”,
absolutamente, tal es el pensamiento, su fuerza de extracción, y el que haya
que atravesarlo. Sobre todo, no hacer como si no hubiese tenido lugar, como si
el cuerpo desnudo y pálido de Dios, del Extraño, no estuviese para largo tiempo
arrojado a través de la escena.
(Que
no se pregunte, en todo caso, por qué el cuerpo suscita tanto odio.)
(Que
no se preocupe por qué es una palabra afectada, estrecha, mezquina, distante,
delicada – pero también repugnante, grasienta, turbia, obscena, pornoscópica.)
(Se
nos ocurre que, a esta palabra, sólo se la salva con bellos dibujos de
geometría de tres o de n dimensiones, con elegantes axonometrías: pero entonces
todo flota suspendido en el aire, y el cuerpo debe tocar tierra.)