No hace mucho tiempo, la Tierra contaba dos mil millones de habitantes, digamos quinientos millones de hombres y mil quinientos millones de indígenas. Los primeros disponían del Verbo, los otros lo tomaban prestado. Entre éstos y aquéllos, reyezuelos vendidos, feudales, una falsa burguesía bien puesta, servían de intermediarios. En las colonias la verdad se mostraba desnuda; las “metrópolis” la preferían vestida; hacía falta que el indígena las amara. Como madres, de alguna manera. La “élite” europea acometió la fabricación de una “élite” de indígenas; se seleccionaban adolescentes, se les marcaba en la frente, al rojo vivo, los principios de la cultura occidental; se rellenaban sus bocas con mordazas sonoras, grandes términos pastosos adherían a los dientes; después de una breve temporada en la metrópoli, se los devolvía a sus casas, trucados. Estas mentiras vivientes ya no decían, nada a sus hermanos: ellas resonaban; desde París, Londres, Amsterdam, lanzábamos nosotros las palabras “¡Partenón! ¡Fraternidad!” y en algún lugar de África, de Asía, los labios se abrían: “¡…tenón!¡… nidad!”. Era la edad de oro.
Eso terminó: las bocas se abrieron solas; las voces negras y amarillas hablaban aún de nuestro humanismo, pero era para reprocharnos nuestra inhumanidad. Nosotros escuchamos sin desagrado esas corteses muestras de amargura. Primero fue una orgullosa admiración: ¿cómo? ¿Hablan ellos enteramente solos? ¡Fíjense lo que hemos hecho de ellos! No dudábamos nosotros que aceptasen nuestros ideales, puesto que nos acusaban de no serles fieles; esta vez Europa creyó en su misión: ella había helenizado a los asiáticos, creado esta especie nueva: los negros grecolatinos. Y agregamos, por completo entre nosotros, prácticos: y además, dejemos que griten, eso los tranquiliza; perro que ladra no muerde.
Vino otra generación, que desplazó la cuestión. Sus escritores, sus poetas, con una paciencia increíble trataron de explicarnos que nuestros valores mal pegaban con la verdad de su vida, que ellos no podían ni rechazarles enteramente, ni asimilarlos. Gruesamente, eso quería decir: ustedes hacen monstruos de nosotros, vuestro humanismo nos pretende universales y vuestras prácticas racistas nos particularizan. Nosotros les escuchamos, muy contrariados; a los administradores coloniales no se les paga para leer a Hegel, tanto más cuanto que no lo leen mucho, pero tampoco tienen necesidad de ese filósofo para saber que las conciencias desdichadas se enredan en sus propias contradicciones. Eficacia nula. Perpetuemos, pues, su desgracia, de allí no saldrá sino aire. Si hubiera en sus gemidos, nos decían les expertos, la sombra ce una reivindicación, ella sería la integración. Ni qué hablar de acordarla, por supuesto: se arruinaría el sistema, que descansa, como ustedes saben, en la sobre-explotación. Pero bastaría mantener delante de sus ojos, esa zanahoria: ellos galoparían. En cuanto a rebelarse, estábamos bastante tranquilos: ¿qué indígena cociente iría a masacrar a los hermosos hijos de Europa con el único fin de llegar a ser europeo como ellos? En una palabra, nosotros fomentábamos esas melancolías y no encontrábamos mal, cierta vez, descernir el premio Goncourt a un negro: era antes del 39.
1961. Escuchen: “No perdamos el tiempo en estériles letanías o en mimetismos nauseabundos. Dejemos a esta Europa que no cesa de hablar del hombre al mismo tiempo que lo masacra en cualquier parte que lo encuentra, en todas las esquinas de sus propias calles, en todas las esquinas del mundo. He aquí los siglos… que en nombre de una pretendida «aventura espiritual», ella asfixia a la cuasi-totalidad de la humanidad”. Este tono es nuevo. ¿Quién se anima a asumirlo? Un africano, hombre del Tercer Mundo, antiguo colonizado. Agrega él: “Europa adquirió tal velocidad loca, desordenada… que va hacia abismos de los cuales más vale apartarse”. Dicho de otra manera: ella se va al diablo. Una verdad no muy agradable de decir pero de la cual, en nuestro interior, —¿no es así, mis queridos co-continentales?— estamos todos convencidos.
Es preciso una reserva, sin embargo. Cuando un francés, por ejemplo, dice a otros franceses: “¡Nos vamos todos al diablo!” —lo que en mi conocimiento se produce casi todos los días desde 1930— es un discurso pasional, ardiente de rabia y amor, el orador se arroja al agua con todos sus compatriotas. Y además, él agrega generalmente: “a menos que…” Se ve de qué se trata: no hay que cometer un error; si sus recomendaciones no son seguidas al pie de la letra, entonces y sólo entonces el país se desintegrará. En una palabra, es una amenaza seguida de un consejo, y estas opiniones chocan tanto menos como que brotan de la intersubjetividad nacional. Por el contrario, cuando Fanon dice de Europa que corre a su pérdida, lejos de dar un grito de alarma, propone un diagnóstico. Este médico no pretende ni condenarla sin remedio —se han visto milagros— ni darle los medios para curarse: él constata que ella agoniza. Desde afuera, basándose en los síntomas que ha podido recoger. En cuanto a curarla, no: él tiene otras preocupaciones en la cabeza; que ella reviente o sobreviva, tanto le da. Por esta razón, su libro es escandaloso; Y si ustedes murmuran, divertidos y molestos: “¡Qué es lo que nos propone”, la verdadera naturaleza del escándalo se les escapa: pues Fanon no les “propone” absolutamente nada; su obra —tan ardiente para otros— para ustedes permanece helada; en ella se habla a menudo de ustedes, a ustedes nunca. Se terminaron los Goncourt negros y los Nobel amarillos: ya no volverá más la época de los colonizados laureados. Un ex-indígena “de lengua francesa” adapta esta lengua a nuevas exigencias, la usa dirigiéndose sólo a los colonizados: “Indígenas de todos los países subdesarrollados, ¡unios!”. Qué decadencia: para los padres, nosotros éramos los únicos interlocutores; los hijos ya no nos tienen siquiera por interlocutores válidos: nosotros somos los objetos del discurso. Por supuesto, Fanon menciona al pasar nuestros crímenes famosos, Sétif, Hanoi, Madagascar, pero no se da el trabajo de condenarlos: los utiliza. Si desmonta las tácticas del colonialismo, el juego complejo de las relaciones que unen y oponen los colonos a los “metropolitanos” es para sus hermanos; su fin es enseñarles a burlarnos.
Resumiendo, el Tercer Mundo se descubre y se habla por esta vez. Se sabe que no es homogéneo, y que allí se encuentran aún pueblos avasallados, otros que adquirieron una falsa independencia, otros que luchan por conquistar su soberanía, otros, en fin, que han ganado la plena libertad pero que viven bajo la amenaza constante de una agresión imperialista. Estas diferencias son nacidas de la historia colonial, esto quiere decir de la opresión. Aquí la metrópoli se contentó con mantener a algunos feudales: allí, dividiendo para reinar, ha fabricado una bien puesta burguesía de colonizados; en otros lugares ha hecho un juego doble: la colonia es a la vez de explotación y de poblamiento. Así Europa ha multiplicado las divisiones, las oposiciones, ha forjado clases y a veces racismos, intentado por todos los expedientes provocar y acrecentar la estratificación de las sociedades colonizadas. Fanon no disimula nada: para luchar contra nosotros, la antigua colonia debe luchar contra sí misma. O más bien los dos hacen solo uno. En el fuego del combate, todas las barreras inferiores deben fundirse, la impotente burguesía de “affairistas” y compradores, el proletariado urbano, siempre privilegiado, el lumpenproletariat de los suburbios, todos deben alinearse sobre las posiciones de las masas rurales, verdadera reserva del ejército nacional y revolucionario; en esas comarcas cuyo colonialismo ha deliberadamente frenado el desarrollo, el campesinado cuando se rebela aparece muy pronto como la clase radical: él conoce la opresión desnuda, él la sufre mucho más que los trabajadores de las ciudades y, para impedir que se muera de hambre es preciso nada menos que un estallido de todas las estructuras. Que la Revolución triunfe, y ella será socialista; que se detenta su impulso, que la burguesía colonizada tome el poder y el nuevo Estado, a despecho de una. soberanía formal, permanece en las manes de los imperialistas. Es lo que ilustra muy bien el ejemplo de Katanga. Así la unidad del Tercer Mundo no está hecha: es una empresa en curso que pasa por la unión, en cada país, antes como después de la independencia, de todos los colonizados bajo el comando de la clase campesina. He aquí lo que Fanon explica, a sus hermanos de Africa, de Asia, de América Latina: nosotros realizaremos todos juntos y en todas partes el socialismo revolucionario o seremos derrotados uno a uno por nuestros antiguos tiranos. El no disimula nada; ni las debilidades, ni las discordias ni las mistificaciones. Aquí el movimiento adquiere un mal comienzo; allá, luego de fulminantes éxitos, ha perdido el ritmo; en otras partes se ha detenido: si se quiere que lo retome, es preciso que los campesinos arrojen su burguesía al mar. El lector es puesto severamente en guardia contra las alineaciones más peligrosas: el líder el culto de la persona, la cultura occidental y, tanto más, el retomo del lejano pasado de la cultura africana: la verdadera cultura es la Revolución; esto quiere decir que ella se forja en caliente. Fanon habla en voz alta; nosotros los europeos, podemos escucharlo: la prueba es que ustedes tienen este libro entre sus manos; ¿no teme él que las potencias coloniales aprovechen su sinceridad?
No. El no teme nada. Nuestros procedimientos están permitidos. pueden a veces retardar la emancipación; no la detendrán. Y no imaginemos que podremos reajustar nuestros métodos: el neo colonialismo, ese sueño perezoso de las metrópolis, es puro viento; las “Terceras Fuerzas” no existen o bien son las “burguesías-bidones” que el colonialismo ha puesto ya en el poder. Nuestro maquiavelismo tiene pocos asideros en este mundo bien despierto que ha despistado a nuestras mentiras, unas tras otras. El colono sólo tiene un recurso: la fuerza, cuando le queda; el indígena sólo una elección: la servidumbre o la soberanía. ¿Qué puede hacerle a Fanon que ustedes lean o no esta obra? Es a sus hermanos a quienes denuncia nuestras viejas astucias, seguro de que no tenemos otras de repuesto. Es a ellos a quienes dice: Europa ha metido las patas en nuestros continentes, hay que cortárselas hasta que las retire; el momento nos favorece; nada ocurre en Bizerta, en Elisabethville, en los desiertos argelinos, que la Tierra entera no esté informada; los bloques toman partidos contrarios, se respetan; aprovechemos esta parálisis, entremos en la historia y que nuestra irrupción la vuelva universal por primera vez; luchemos: a falta de otras armas, bastará la paciencia del cuchillo.
Europeos, abran este libro, entren en él. Después de algunos asos en la noche verán a extranjeros reunidos en torno a un fuego, aproxímense, escuchen: ellos discuten la suerte que les reservan a vuestras factorías, a los mercenarios que las defienden. Los verán a ustedes tal vez, pero continuarán hablando entre ellos, sin bajar la voz siquiera. Esta indiferencia golpea al corazón: los padres, criaturas de la sombra, vuestras criaturas, eran almas muertas, ustedes les dispensaban la luz, ellos no se dirigían sino a ustedes, y ustedes no se tomaban el trabajo de responder a esos zombis. Los hijos los ignoran: un fuego los ilumina y los caldea, que no es el vuestro. A distancia respetuosa, ustedes se sentirán furtivos, nocturnos, ateridos; a cada uno su turno; en esas tinieblas de donde va a surgir otra aurora, los zombis son ustedes.
En ese caso, dirán ustedes, tiremos esta obra por la ventana. ¿Para qué leerla, puesto que no está escrita para nosotros? Por dos motivos, de los cuales el primero es que Fanon les explica a sus hermanos y desmonta para ellos el mecanismo de nuestras alienaciones: aprovechen ustedes para descubrirse a sí mismos en su verdad de objetos. Nuestras víctimas nos conocen por sus heridas y por sus hierros: es lo que vuelve a su testimonio irrefutable. Basta que nos muestren lo que hemos hecho de ellas para que nosotros conozcamos lo que hemos hecho de nosotros. ¿Es esto útil? Sí, puesto que Europa está en gran peligro de reventar. Pero, dirán ustedes todavía, nosotros vivimos en la metrópolis y reprobamos los excesos. Es cierto: ustedes no son colonos, pero no valen ustedes más. Son vuestros pioneros, ustedes los han enviado, en ultramar, ellos les han enriquecido; ustedes les habían prevenido: si hacían correr mucha sangre, ustedes los desautorizarían de labios afuera; de la misma manera un Estado —cualquiera sea— mantiene en el exterior una turba de agitadores, provocadores y espías a los que desautoriza cuando se los prende. Ustedes, tan liberales, tan humanos, que levantan el amor de la cultura hasta el preciosismo, ustedes fingen olvidar que poseen colonias y que allí se masacra en vuestro nombre. Fanon revela a sus camaradas —a algunos de ellos, sobre todo, que siguen siendo algo demasiado accidentalizados— la solidaridad de los “metropolitanos” y de sus agentes coloniales. Tengan el coraje de leerlo: por esta primera razón, que les dará vergüenza y que la vergüenza, como dijo Marx, es un sentimiento revolucionario. Ya ven: yo tampoco puedo desprenderme de la ilusión subjetiva. Yo también, les digo: “Todo está perdido, a menos que…”. Europeo, robo el libro de un enemigo y hago de él un medio para curar a Europa. Aprovéchenlo.
Esta es la segunda razón: si dejan de lado la Y charla fascista de Sorel, encontrarán que Fanon es el primero desde Engels en recolocar en la luz a la partera de la historia. Y no vayan a creer que una sangre muy ardiente o que desgracias de la infancia le hayan dado por la violencia no sé qué gusto singular: él se hace intérprete de la situación, nada más.
Pero esto basta para que constituya, etapa por etapa, la dialéctica que la hipocresía liberal les oculta y que nos ha producido a nosotros tanto como a él.
En el siglo pasado, la burguesía tuvo a los obreros por envidiosos, desarreglados por groseros apetitos, pero tuvo cuidado de incluir a esos grandes brutos en nuestra especie: a menos de ser hombres y libres cómo podrían ellos vender libremente su fuerza de trabajo. En Francia, en Inglaterra, el humanismo se pretende universal.
Con el trabajo forzado, es todo lo contrario: nada de contrato; y además de esto, es preciso intimidar; luego, la opresión se muestra. Nuestros soldados, en ultramar-rechazando el universalismo metropolitano, aplican al género humano el numeras clausus: puesto que nadie puede sin crimen despojar a su semejante, avasallarlo o matarlo, ellos asientan como principio que el colonizado no es el semejante del hombre. Nuestras fuerzas punitivas han recibido la misión de cambiar esta abstracta certidumbre en realidad: se ha dado orden de rebajar a los habitantes del territorio anexado al nivel de los monos superiores para justificar que el colono los trate como bestias de carga. La violencia colonial no se da solamente por fin el mantener respetuosos a estos hombres avasallados, ella busca deshumanizarlos. Nada será ahorrado para liquidar sus tradiciones, para substituir nuestras lenguas a las suyas, para destruir su cultura sin darles la nuestra; se los embrutecerá de fatiga. Desnutridos, enfermos, si aún resisten, el miedo terminará la tarea: los fusiles apuntan al campesino; vienen civiles que se instalan sobre su tierra y lo constriñen por el látigo a cultivarla para ellos. Si resiste, los soldados tiran, es un hombre muerto; si cede, se degrada, ya no es un hombre; la vergüenza y el temor van a fisurar su carácter, a desintegrar su persona. El asunto es llevado a tambor batiente por los expertos: no es de hoy día que datan los “servicios psicológicos”. Ni el lavado de cerebro. Y sin embargo, a pesar de tantos esfuerzos, el fin no es alcanzado en ninguna parte: en el Congo, donde se cortaban las manos a los negros, no más que en Angola, donde recientemente se perforaba los labios de los descontentes para cerrarlos con candados. Y yo no pretenda que sea imposible cambiar a un hombre en bestia: yo digo que no se alcanza eso sin debilitarlo considerablemente; los golpes no bastan nunca-, es preciso insistir, sobre la desnutrición. Es un fastidio con la servidumbre: cuando se domestica a un miembro de nuestra especie se disminuye su rendimiento, y, por poco que se le dé un hombre de corral termina por costar más de lo que produce. Por esta razón los colonos están obligados a de tener el adiestramiento a mitad de camino: el resultado ni hombre ni bestia, es el indígena. Golpeado, subalimentado, enfermo, amedrentado, pero hasta un cierta punto solamente, él tiene —negro, amarillo o blanco-siempre los mismos rasgos de carácter: es un perezoso taimado y ladrón, que vive de nada y sólo conoce la fuerza.
Pobre colono: he aquí su contradicción puesto al denudo. El debería, como según se dice, hace el genio, matar a los que pilla. Ahora bien, esto no es posible: ¿no es preciso, también, que los explote? Falto de impulsar la masacre hasta el genocidio, y la servidumbre hasta el embrutecimiento, él pierde los pedales, la operación se invierte, una implacable lógica lo conducirá hasta la descolonización.
No en seguida. Primero, el europeo reina: él ya ha pedido pero no se da cuenta de ello; él no sabe aún que los indígenas son falsos indígenas: él, si le escuchamos les hace mal para destruir o para rechazar el mal en ellos tienen en sí mismos; al cabo de tres generaciones sus perniciosos instintos no renacerán más. ¿Que instintos? ¿Los que impulsan a los esclavos a masacrar amo? ¿Cómo no reconoce su propia crueldad vuelta contra él? El salvajismo de estos campesinos oprimidos, ¿como no lo reencuentra él en su salvajismo de colono que ellos han absorbido por todos los poros y del cual no se curan? La razón es simple: este personaje imperiosa enloquecido por su todopoderío y por el miedo de perderlo, ya no recuerda bien que él ha sido un hombre: se toma por un látigo o por un fusil; ha llegado a creer que la domesticación de las “razas inferiores” se obtiene por el condicionamiento de sus reflejos. El descuida la memoria humana, los recuerdos imborrables; y además, sobre todo, hay esto que tal vez no supo nunca: nosotros no llegamos a ser lo que somos más que por la negación íntima y radical de lo que se ha hecho de nosotros. ¿Tres generaciones? Desde la segunda, apenas abiertos los ojos, los hijos han visto que se golpeaba a sus padres. En términos de psiquiatría, helos aquí “traumatizados”. Para toda la vida. Pero estas agresiones sin cesar renovadas, lejos de llevarlos a someterse, los arrojan en una contradicción insoportable de la cual el europeo, tarde o temprano, recuperará los gastos. Después de esto, que se los adiestre a su turno, que se les enseñe la vergüenza, el dolor y el hambre: no se suscitará en sus cuerpos más que una rabia volcánica cuya potencia es igual a la de la presión que se ejerce sobre ellos. ¿Ellos no conocen, dicen ustedes, más que la fuerza? Por supuesto; primero será sólo la del colono, y, pronto, sólo la suya, esto quiere decir: la misma rebrotando sobre nosotros como nuestro reflejo viene del fondo de un espejo a nuestro encuentro, No se equivoquen; por este loco malhumor, por esta bilis y esta hiél, por su deseo permanente de matarnos, por la constricción permanente de músculos poderosos que temen desanudarse, ellos son hombres: por el colono, que los quiere hombres apenados, y contra él. Ciego aún, abstracto, el odio es su único tesoro: el Amo lo provoca porque busca embrutecerlos, fracasa en quebrarlo porque sus intereses lo detienen a mitad de camino; así los falsos indígenas son humanos aún, por la potencia y la impotencia del opresor que se transforman, en ellos, en un rechazo empecinado de la condición animal. Por lo demás, se comprende; ellos son perezosos, por supuesto: se trata de sabotaje. Taimados, ladrones: caramba, sus menudos robos marcan el comienzo de una resistencia todavía no organizada. Esto no alcanza: hay quienes se afirman arrojándose con las manos vacías contra los fusiles; son sus héroes; y otros se hacen hombres asesinando europeos. Se los derriba: bandidos y mártires, su suplicio exalta a las masas aterradas.
Aterradas, sí: en este nuevo momento, la agresión colonial se interioriza en Terror en los colonizados. Por esto no entiendo solamente el temor que sienten frente a nuestros inagotables medios de represión, sino también el que les inspira su propio furor. Están arrinconados entre nuestras armas que les apuntan y esas espantosas pulsiones, esos deseos de asesinato que suben desde el fondo de los corazones y que no siempre reconocen: pues no es primero su violencia, es la nuestra, de vuelta, la que crece y los desgarra; y el primer movimientos de estos oprimidos es ocultar profundamente esa cólera inconfesable que su moral y la nuestra re-prueban y que no es sin embargo, más que el último reducto de su humanidad, Lean a Fanón: sabrán que, en la época de su impotencia, la locura asesina es el inconsciente colectivo de los colonizados.
Esto furia contenida, al no estallar, gira en redondo y arrasa a los mismos oprimidos. Para liberarse de esta, llegan a masacrarse entre ellos: las tribus luchan unas contra otras, a falta de poder enfrentar al enemigo verdadero —y ustedes pueden contar con la política colonial para mantener sus rivalidades; el hermano, al levantar el cuchillo contra su hermano, cree destruir, de una vez por todas, la detestada imagen de su común envilecimiento. Pero estas víctimas expiatorias no apaciguan su sed de sangre; ellos no se impedirán marchar contra las ametralladoras más que haciéndose nuestros cómplices; esta deshumanización que rechazan, ellos quieren de por sí acelerar el progreso. Bajo los ojos divertidos del colono, ellos se prevendrán contra sí mismos por medio de barreras sobrenaturales, ya reanimando viejos mitos terribles, ya ligándose por ritos meticulosos: así el obseso escapa a su exigencia profunda infligiéndose manías que lo requieren a cada momento. Bailan: eso los ocupa; eso desanuda sus músculos dolo-rosamente contraídos, y además la danza imita en secreto, a menudo sin que lo sepan, el NO que no pueden decir, las muertes que no se animan a cometer. En ciertas regiones, usan este último recurso: la posesión.
De lo que antes era el hecho religioso en su simplicidad, una cierta comunicación del fiel con lo sagrado, ellos hacen un arma contra la desesperación y la humillación: los “zars”, los “loas”, los santos de la santería descienden en ellos, gobiernan su violencia y la derrochan en trances hasta el agotamiento. Al mismo tiempo estos altos personajes los protegen: esto quiere decir que los colonizados se defienden de la alienación colonial encareciendo la alienación religiosa. Con este único resultado, al fin de cuentas, que acumulan las dos alienaciones y que cada una se refuerza con la otra. Así, en ciertas psicosis, cansados de ser insultados todos los días, a los alucinados se les ocurre un buen día escuchar una voz de ángel que los cumplimenta; los quodlibetos no terminan ahí: en adelante alternarán con las felicitaciones. Es una defensa y es el fin de su aventura: la persona está disociada, el enfermo se encamina hacia la demencia. Agreguen, para algunos infortunados rigurosamente seleccionados, esa otra posesión de la que hablé más arriba: la cultura occidental. En su lugar, dirán ustedes, me gustarían más mis “zars” que la Acrópolis. Bien: han comprendido. No del todo sin embargo, ya que ustedes no están en su lugar. No todavía. Si no, ustedes sabrían que ellos no pueden elegir: acumulan. Dos mundos, esto hace dos posesiones: se baila toda la noche, al amanecer se apresuran en las iglesias para escuchar la misa; de día en día la hendidura se acrecienta. Nuestro enemigo traiciona a sus hermanos y se hace nuestro cómplice; sus hermanos harán otro tanto. El indígena es una neurosis introducida y mantenida por el colono en los colonizados con su consentimiento.
Reclamar y renegar, al mismo tiempo, la condición humana: la contradicción es explosiva. Y lo bien que ella explota, ustedes lo saben como yo. Y nosotros vivimos en épocas de deflagración: que el ascenso de nacimientos acreciente la escasez, que los recién venidos tengan un poco más de miedo de vivir que de morir, el torrente de la violencia arranca todas las barreras. En Argelia, en Angola, a los europeos se los masacra a la vista. Es el momento del boomerang, el tercer tiempo de la violencia: ella vuelve sobre nosotros, nos golpea y, no menos que otras veces, no comprendemos que es el nuestro. Los “liberales” permanecen atontados: reconocen que no éramos muy educados con los indígenas, que hubiera sido más justo y más prudente acordarles algunos derechos en la medida de lo posible; ellos no pedían más que admitirlos por hornadas y sin padrino en ese club tan cerrado, nuestra especie: y he aquí que ese desencadenamiento bárbaro y loco los elude tan poco como a los malos colonos. La Izquierda Metropolitana está molesta: ella conoce la verdadera suerte de los indígenas, la opresión sin misericordia de que han sido objeto, ella no condena su rebelión, sabiendo que lo hemos hecho todo para provocarla. Pero aún así, piensa ella, hay límites: estos guerrilleros deberían desear ser caballerescos; ese sería el mejor medio de probar que son hombres. A veces los amonesta: “Ustedes van muy fuerte, nosotros no los sostendremos más”. Eso, a ellos, tanto les da: por lo que vale el apoyo que ella les presta, podría muy bien metérselo en el culo. Desde que su guerra comenzó, ellos han percibido esta verdad rigurosa: nosotros nos valemos todos mientras estamos, hemos aprovechado todos de ellos, ellos no tienen nada por probar, ellos no harán tratamientos de favor a nadie. Un solo deber, un solo objetivo: echar al colonialismo por todos los medios. Y los más avisados de nosotros, estarán, en rigor, prontos a admitirlo pero no pueden impedirse el ver en esta prueba de fuerza el medio muy inhumano que los subhombres han tomado para hacerse conceder una carta de humanidad: que se la acuerde lo más pronto posible y que traten entonces, por empresas pacíficas, de merecerla. Nuestras bellas almas son racistas.
Ellas sacarán provecho leyendo a Fanón; esta violencia irreprimible, él lo muestra perfectamente, no es una absurda tempestad ni la resurrección de instintos salvajes ni aún un efecto del resentimiento: es el hombre mismo recomponiéndose. Esta verdad, nosotros la hemos sabido, creo, y la hemos olvidado: las marcas de la violencia, ninguna dulzura las borrará: es la violencia la que puede solamente destruirlas. Y el colonizado se cura de la neurosis colonial echando al colono por las armas. Cuando su rabia estalla, él recupera su transparencia perdida, él se conoce en la misma medida en que se hace; de lejos nosotros tenemos su guerra como el triunfo de la barbarie; pero ella procede por sí misma a la emancipación progresiva del combatiente, ella liquida en él y fuera de él, progresivamente, las tinieblas coloniales. Desde que convenza, ella es, sin piedad. Es preciso o permanecer aterrado o devenir terrible; esto quiere decir: abandonarse a las disociaciones de una vida truncada o conquistar la unidad natal. Cuando los campesinos tocan los fusiles, los viejos mitos palidecen, las prohibiciones son, una a una, derribadas: el arma de un combatiente, es su humanidad. Pues, en el primer tiempo de la rebelión, hay que matar: abatir a un europeo es voltear dos pájaros de una pedrada, suprimir al mismo tiempo a un opresor y a un oprimido: quedan un hombre muerto y un hombre libre; el sobreviviente, por la primera vez, siente un suelo nacional bajo la planta de sus pies. En este momento, la Nación no se alela de él: se la encuentra donde él va, donde él está —nunca más lejos—, ella se confunde con su libertad. Pero, después de la primera sorpresa, el ejército colonial reacciona: es preciso unirse o hacerse masacrar. Las discordias tribales se atenúan, tienden a desaparecer: primero porque ponen en peligro a la Revolución, y más profundamente porque ellas no tenían otro oficio que derivar la violencia hacia falsos enemigos. Cuando persisten, como en el Congo, es que son mantenidas por los agentes del colonialismo. La Nación se pone en marcha: para cada hermano ella está en todas partes donde los otros hermanos combaten. Su amor fraternal es el revés del odio que ellos les dirigen: hermanos en que cada uno de ellos ha matado, puede de un momento a otro, haber matado. Fanón muestra a sus lectores los límites de la “espontaneidad”, la necesidad y los peligros de la “organización”. Pero, cualquiera fuera la inmensidad de la tarea, a cada desenvolvimiento. Vuelan los últimos complejos: que se venga un poco de la empresa la conciencia revolucionaria se profundiza hablarnos del “complejo de dependencia” en el soldado de la E.L.N. Liberado de sus anteojeras, el campe-dúo toma conocimiento de sus necesidades: ellas lo mataban pero él intentaba ignorarlas; él las descubre como exigencias infinitas. En esta violencia popular — para cumplir cinco años, ocho años como han hecho los argelinos, las necesidades militares, sociales y políticas no se pueden distinguir. La guerra —aunque no sea más que planteando la cuestión del mando y de las responsabilidades— instituye nuevas estructuras que serán las primeras instituciones de la paz. He aquí pues al hombre instaurado hasta en nuevas tradiciones, hijas futuras de un horrible presente, helo aquí legitimado por un derecho que va a nacer, que nace cada día en la lucha: con el último colono muerto, reembarcado o asimilado, la especie minoritaria desaparece, dejando el lugar a la fraternidad socialista. Y no es aún bastante: este combatiente quema las etapas; piensen ustedes que él no arriesga su piel para encontrarse en el nivel del viejo hombre “metropolitano”. Vean su paciencia: tal vez sueñe algunas veces con un nuevo Dien-Bien-Phu; pero crean que verdaderamente no cuenta con eso: es un pordiosero luchando, en su miseria, contra ricos poderosamente armados. Esperando las victorias decisivas y, a menudo, sin esperar nada, él trabaja a sus adversarios con asco. Esto no irá sin espantosas pérdidas; el ejército colonial llega a ser feroz: cuadrículas, rastrillados, reagrupamientos, expediciones punitivas; se masacra a las mujeres y los niños. El lo sabe: este hombre nuevo comienza su vida de hombre por el final; él se tiene por un muerto en potencia. Lo matarán; no sólo acepta este riesgo, sino que tiene esa certidumbre; este muerto en potencia ha perdido a su mujer, a sus hijos; ha visto tantas agonías que quiere vencer más bien que sobrevivir; otros aprovecharán la victoria, no él: él está demasiado cansado. Pero esta fatiga del corazón está en el origen de un increíble coraje. Nosotros encontramos nuestra humanidad más acá de la muerte y de la desesperación, él la encuentra más allá de los suplicios y de la muerte. Nosotros hemos sido los sembradores de viento; la tempestad, es él. Hijo de la violencia, él saca de ella, a cada momento, su humanidad: nosotros éramos hombres a expensas suyas, él se hace hombre a las nuestras. Otro hombre: de mejor calidad.
Aquí Fanón se detiene. El ha mostrado el camino: portavoz de los combatientes, ha reclamado la unión, la unidad del continente africano contra todas las discordias y todos los particularismos. Ha alcanzado la meta. Si quisiera describir integralmente el hecho histórico de la descolonización, le sería preciso hablar de nosotros: lo que no es ciertamente su propósito. Pero, cuando hemos cerrado el libro, él se prosigue en nosotros, a pesar de su autor: pues experimentamos la fuerza de los pueblos en revolución y nosotros respondemos a ella con la fuerza. Hay pues un nuevo momento de la violencia y es a nosotros, esta vez, adonde hay que volver pues ella está en vías de cambiarnos en la medida en que el falso indígena se cambia a través de ella. A cada uno corresponde conducir sus reflexiones como quiera. Con tal que, sin embargo, se reflexione: en la Europa de hoy, a todo aturdido por los golpes que se le lleve, en Francia, en Bélgica, en Inglaterra, la menor diversión del pensamiento, es una complicidad criminal con el colonialismo. Este libro no tenía ninguna necesidad de un prefacio. Tanto menos como que no se dirigía a nosotros. Yo hice uno, sin embargo, para llevar la dialéctica hasta el fin: a nosotros también, gentes de Europa, se nos descoloniza: esto quiere decir que por una operación sangrienta se extirpa el colono que hay en cada uno de nosotros. Contemplémosnos, si tenemos el valor de hacerlo, y veamos lo que ocurre con nosotros.
Hay que afrontar, primero, este “espectáculo inesperado: el strip-tease de nuestro humanismo. Aquí está, completamente desnudo, nada bello: no era más que una ideo-logia mentirosa, la exquisita justificación del pillaje; sus ternuras y su preciosismo garantizaban nuestras agresiones. Ellos tienen buena cara, los no-violentos: ¡ni víctimas ni verdugos! ¡Vamos! Si ustedes no son víctimas, cuando el gobierno que ustedes han plebiscitado, cuando el ejército donde vuestros hermanos jóvenes han servido, sin vacilación ni remordimientos, emprenden un “genocidio”, ustedes son indudablemente verdugos. Y si ustedes eligen ser víctimas, arriesgar un día o dos de presión, ustedes eligen simplemente salir de apuros. Pero no saldrán; hay que llegar hasta el fin. Comprendan por fin esto: si la violencia hubiera comenzado esta tarde, si ni la explotación ni la opresión hubieran nunca existido sobre la tierra, tal vez la no-violencia ostentosa pudiera apaciguar la querella. Pero si el régimen entero y hasta vuestros no-violentos pensamientos están condicionados por una opresión milenaria, vuestra pasividad no sirve más que para colocarlos del lado de los opresores.
Ustedes saben bien que nosotros somos explotadores, Ustedes saben bien que hemos tomado el oro y los metales y luego el petróleo de los “nuevos continentes” y que los hemos traído a las viejas metrópolis. No sin excelentes resultados: palacios, catedrales, capitales industriales; y además cuando la crisis amenazaba, allí estaban los mercados coloniales para amortizarla o desviarla. Europa, cebada de riquezas, acordó de jare la humanidad a todos sus habitantes: un hombre, entre nosotros, quiere decir un cómplice, puesto que todos hemos aprovechado la explotación colonial. Este continente, pálido y gordo se termina por dar en lo que Fanón llama justamente “narcisismo”. Cocteau se irritaba con París, “esta ciudad que habla todo el tiempo de sí misma”. ¿Y qué otra cosa hace Europa? ¿Y este monstruo super-suropeo, Norteamérica? Qué charlatanería: libertad, igualdad, fraternidad, amor, honor, patria, ¡qué se yo! Esto no nos impedía sostener al mismo tiempo discursos racistas, ¡sucio negro, sucio judío, sucio ratón. Buenos espíritus, tiernos y liberales —en suma: neocolonia-listas— se pretendían chocados por esta inconsecuencia; errar o mala fe: nada más consecuente, en nosotros, que un humanismo racista puesto que el europeo no pudo hacerse hombre sino fabricando esclavos y monstruos. Mientras hubo indígenas, esta impostura no fue desenmascarada; se encontraba en el género humano una abstracta postulación de universalidad que servía para cubrir prácticas más realistas: había, del otro lado de los mares, una raza de subhombres que, gracias a nosotros, en mil años tal vez alcanzaría nuestro estado. En una palabra, se confundía el género con la élite. Hoy día el indígena revela su verdad; de golpe, nuestro club tan hermético, revela su debilidad: no era ni más ni menos que una minoría. Hay algo peor: puesto que los otros se hacen hombres contra nosotros, aparece que nosotros somos los enemigos del género humano; la élite revela su verdadera naturaleza: una banda. Nuestros queridos valores pierden sus alas; de mirarlas de cerca, no se encontrará una que no esté manchada de sangre. Si les hace falta un ejemplo, recuerden esas grandes palabras: qué generosa, Francia. ¿Generosos, nosotros? ¿Y Sétif? ¿Y estos ocho años de guerra feroz que han costado la vida a más de un millón de argelinos?
Pero comprendan bien que no se nos reprocha haber traicionados no sé qué misión: por la sencilla razón que no teníamos ninguna. Es la generosidad misma la que están en cuestión; ese hermoso término sonoro no tiene más que un sentido: status concedido. Para los hombres de enfrente, nuevos y liberados, nadie tiene el poder ni el privilegio de dar nada a nadie. Cada uno tiene todos los derechos. Sobre todos; y nuestra especie, cuando un día sea hecha, no se definirá como la suma de los habitantes del globo, sino como la unidad infinita de sus reciprocidades. Me detengo; ustedes terminarán el trabajo sin esfuerzo; basta mirar de frente, por primera y por última vez, nuestras aristocráticas virtudes: ellas revientan; cómo sobrevivirían a la aristocracia de subhombres que las engendró. Hace algunos años, un comentador burgués —y colonialista— para defender a Occidente no encontró más que esto: “Nosotros no somos ángeles. Pero nosotros, por lo menos, tenemos remordimientos”. ¡Qué confesión! Antes nuestro continente tenía otros flotadores: el Partenón, Chartres, los Derechos del Hombre, la svástica. Se sabe actualmente lo que ellos valen: y ya no se pretende salvarnos del naufragio más que con el sentimiento muy cristiano de nuestra culpabilidad. Es el fin, como ustedes ven: Europa hace agua por todas partes. ¿Qué ha pasado, entonces? Esto, muy simplemente: que nosotros éramos los sujetos de la historia, y que actualmente somos sus objetos. La relación de fuerzas se ha invertido, la descolonización está en curso; todo lo que nuestros mercenarios pueden intentar es retardar su desenlace.
Aún hace falta que las viejas “metrópolis” se metan, que comprometan todas sus fuerzas en una batalla de antemano perdida. Esta vieja brutalidad colonial que ha hecho la dudosa gloria de los Bugeaud, nosotros la volvemos a encontrar, al fin de la aventura, decuplicada, insuficiente. Se envía el contingente a Argelia, allí se mantiene durante siete años sin resultado. La violencia ha cambiado de sentido; victoriosos nosotros la ejercíamos sin que pareciera alterarnos: ella descomponía a los otros y nosotros, los hombres, nuestro humanismo, permanecía intacto; unidos por la ganancia, los metropolitanos bautizaban fraternidad, amor, a la comunidad de sus crímenes; hoy día la misma, bloqueada en todas partes, retorna sobre nosotros a través de nuestros soldados, se interioriza y nos posee. La involución comienza: el colonizado se recompone y nosotros, ultras y liberales, colonos y “metropolitanos”, nosotros nos descomponemos. Ya la rabia y el miedo están desnudos: ellos se muestran al descubierto en las “ratoneras” de Argel. ¿Y ahora, dónde están los salvajes? ¿Dónde está la barbarie? Nada falta, ni aún el tam-tam: las bocinas riman “Argelia Francesa” mientras ios europeos hacen quemar vivos a los musulmanes. No hace mucho —Fanón lo recuerda— los psiquiatras en un Congreso se afligían por la criminalidad indígena: esas gentes se matan entre ellos, decían esto no es normal; el cortex del argelino debe ser subdesarrollado. En África central, otros han determinado que “el africano utiliza muy poco sus lóbolus frontales”. Estos sabios encontrarían interés hoy día en proseguir su encuesta en Europa y particularmente entre los franceses. Pues nosotros también, desde hace algunos años, debemos estar alcanzados de pereza frontal: los patriotas asesinan un poco a sus compatriotas; en caso de ausencia, hacen saltar al portero y a su casa. No es más que el comienzo: la guerra civil está prevista para el otoño o para la primavera próxima. Nuestros lóbulos parecen estar, sin embargo, en buen estado: ¿no sería más bien que, al no poder aplastar al indígena, la violencia vuelve sobre sí, se acumula en el fondo de nosotros y busca una salida La unión del pueblo argelino produce la desunión del pueblo francés: en todo el territorio de la ex metrópoli, las tribus danzan y se preparan para el combate. El terror ha abandonado el África para instalarse aquí: ya que hay furiosos muy buenamente que quieren hacernos pagar con nuestra sangre la vergüenza de haber sido derrotados por el indígena, y además están los otros, todos los otros, tan culpables —después de Bizerta, después de los linchamientos de septiembre, ¿quién, pues, ha bajado a la calle para decir: basta?— pero más sentados: los liberales, los duros duros de la Izquierda blanda. En ellos también la fiebre sube. Y la hurañería. ¡Pero qué miedo! Ellos se cubren su rabia con mitos, con ritos complicados para retardar el arreglo de la cuenta final y la hora de la verdad, han puesto a nuestra cabeza un Gran Hechicero cuyo oficio es mantenernos a toda costa en la oscuridad. Nadase hace; proclamada por unos, rechazada por otros, la violencia gira en redondo: un día explota en Mtez, al día siguiente en Bordeaux; pasó por aquí, pasará por allá, es el juego del ratón. A nuestro turno, paso a paso, nosotros hacemos el camino que lleva al indígena. Pero para llegar a ser enteramente indígenas, sería preciso que nuestro suelo fuera ocupado por los antiguos colonizados y que reventáramos de hambre. Esto no será: no, es el colonialismo destronado el que nos posee, es él quien nos encabalgará pronto, chocho y soberbio; helo aquí, nuestro “zar”, nuestro “loa”. Y ustedes se persuadirán leyendo el último capítulo de Fanón, que vale más ser un indígena en el peor momento de la miseria que uno antes colono. No es bueno que un funcionario de policía esté obligado a torturar diez horas por día: a ese ritmo, sus nervios van a crujir a menos que se prohiba a los verdugos, en su propio interés, hacer horas suplementarias. Cuando se quiere proteger con el rigor de las leyes la moral de la Nación y del Ejército, no es bueno que ésta desmoralice sistemáticamente a aquella. Ni que un país de tradición republicana confíe sus jóvenes, por centenas de miles, a oficiales putschistas. No es bueno, mis compatriotas, ustedes que conocen todos los crímenes cometidos en nuestro nombre, no es verdaderamente bueno que no digan una palabra sobre ellos, ni aún a vuestra alma, por temor a juzgarse. Al comienzo ustedes ignoraban, quiero creerlo, después han dudado, al presente ustedes saben, pero se callan siempre. Ocho años de silencio, esto degrada, Y vanamente: hoy día el enceguecedor sol de la tortura está en el zenit, ilumina todo el país; bajo esta luz, ya no hay una risa que suene justa, un rostro que no se disfrace para ocultar la cólera o el miedo, un acto que no traicione nuestras repugnancias y nuestras complicidades. Hoy día basta que dos franceses se encuentren para que haya un cadáver entre ellos. Y cuando digo uno… Francia, antes, era un nombre de país; tengamos cuidado que no sea, en 1961, el nombre de una neurosis.
“Curaremos? Sí. La violencia, como la lanza de Aquiles, puede cicatrizar las heridas que ha hecho. Actualmente estamos encadenados, humillados, enfermos de miedo: en lo más bajo. Felizmente esto todavía no alcanza a la aristocracia colonialista: ella no puede cumplir su misión retardataria en Argelia como no haya acabado antes de colonizar a los franceses. Retrocedemos cada día frente a la pelea pero estén seguros que no la evitaremos: tienen necesidad de ella los asesinos; van a robarnos las plumas y a golpear en el montón. Así terminará el tiempo de los brujos y de los fetiches: tendrán que luchar o pudrirse en los campos. Es el último momento de la dialéctica: ustedes condenan esta guerra pero no se animan todavía a declararse solidarios de los combatientes argelinos; no teman, cuenten con los colonos y con los mercenarios: ellos les harán marcar el paso. Tal vez, entonces, la espalda contra la pared, soltarán por fin esta violencia nueva que antiguos crímenes suscitan en ustedes. Pero, esto, como se dice, es otra historia. La del hombre. Se aproxima el tiempo, estoy seguro, en que nos uniremos a quienes la hacen.
Jean Paul Sartre
Septiembre 1961