domingo, 18 de marzo de 2012

La metafísica de la juventud - Walter Benjamín

IV.
Experiencia.

Nuestro combate en favor de la responsabilidad está siendo librado contra un ser enmascarado. La máscara de los adultos es la «experiencia» (Erfahrung). es una máscara inexpresiva, impenetrable, siempre igual a sí misma. Todo lo han vivido ya estos adultos: juventud, ideales, esperanzas, mujeres. Todo resultó ser una ilusión. A menudo se encuentran acobardados o amargados. Probablemente tengan razón los adultos. ¿Qué podemos responderles? Aún no hemos experimentado nada. Pero nosotros queremos intentar levantar la máscara: ¿Qué es lo que han experimentado estos adultos? ¿Qué quieren demostrar? Una cosa antes que nada: que también ellos han sido jóvenes, también han deseado lo que deseamos nosotros ahora, también dejaron de creer en sus padres y la vida les enseñó que éstos tenían razón. Los adultos se sonríen con aire de superioridad: a nosotros también nos sucederá lo mismo. Desprecian dc antemano los años vividos por nosotros y hacen de ellos un tiempo de dulce idiotez juvenil, un entusiasmo previo a la gran sobriedad de una vida seria. Y eso, los bienintencionados e ilustrados. Conocemos otros pedagogos cuya amargura no nos permite gozar siquiera de los breves años juveniles. 

Con toda seriedad y dureza quieren colocarnos ya en la amarga tarea de la vida. Pero unos y otros desprecian y destrozan nuestros años y no dejan de sobrecoger nuestros sentimientos: tu juventud no es más que una breve noche (¡llénala de entusiasmo!); después de ella viene la hermosa «experiencia», los años de compromisos, de pobreza intelectual y de carencia de entusiasmo: así es la vida. Así nos hablan los adultos; así viven ellos. Sí, así viven los adultos, siempre es lo mismo, nunca es lo otro: vida sin sentido. Pura brutalidad. ¿Nos animáis para la grandeza, para la novedad, para el futuro? ¡No, ni hablar! Eso es inexperimentable. Pero si el sentido, la verdad, la bondad y la belleza se fundamentan en sí mismos, ¿para qué queremos la experiencia?

Y aquí está la clave: como los adultos jamás elevan los ojos hacia la grandeza y la plenitud de sentido, su experiencia se convierte en el evangelio de los filisteos y les hace portavoces de la trivialidad de la vida. Los adultos no conciben que haya algo más allá de la experiencia; que existan valores – inexperimentables – a los que nosotros nos entregamos.

¿Por aquí la vida resulta para los filisteos algo desconsolador y sin sentido? Porque sólo conocen la experiencia, nada más; porque ellos mismos son seres sin esperanza ni espíritu, y porque sólo mantienen relaciones internas con lo rutinario, con lo eternamente vuelto al pasado. Pero nosotros conocemos algo distinto, que ninguna experiencia nos ofrece, a saber: que existe la verdad aunque todo lo pensado hasta ahora sea un error; que la honradez debe mantenerse por mucho que hasta el día de hoy nadie haya sido honrado. Esta voluntad no nos la puede arrebatar ninguna experiencia. No obstante, ¿no podrían tener razón nuestros padres con sus gestos cansados y su desencantada suficiencia? ¿No será inevitablemente triste todo lo que nosotros lleguemos a experimentar de tal manera que el valor y el sentido sólo pueda fundamentarse en lo inexperimentable? Entonces el espíritu sería libre, sólo que la vida le iría hundiendo cada vez más, vida que, como suma de experiencias, resulta en verdad algo desconsolador.

Pero nosotros ya no comprendemos estas preguntas. ¿Habremos de llevar, según eso, la misma vida de aquellos que no conocen lo que es el espíritu y cuyo inerte «yo» acaba siendo arrojado por la vida como por olas a las rocas? No. Toda nuestra experiencia posee ya un contenido. Su contenido será el que le dé nuestro espíritu. La irreflexión sestea en el error: «¡Jamás encontrarás la verdad – gritan los adultos a quienes la buscan – : lo sé por experiencia!». Pero para el que busca la verdad el error no es más que una ayuda para encontrarla (Spinoza). La experiencia carece de sentido y de espíritu sólo para aquellos que carecen de antemano tanto del uno como del otro. Sin duda, la experiencia resultará dolorosa para quien busca en ella, pero difícilmente le dejará sin esperanza.

Quien busca de verdad nunca se resignará apáticamente ni se dejará adormecer por la inercia del filisteo, puesto que éste – ya os habréis dado cuenta – se alegra ante cada nuevo fracaso. Y tiene razón, está plenamente convencido de que efectivamente el espíritu no existe. Pero nadie reclama una sumisión más rotunda, un respeto más profundo hacia el espíritu, que él, pues si ejerciera la crítica sin duda debería comprometerse, y eso es algo que no puede hacer. Incluso la experiencia del espíritu, que él mismo siente a regañadientes, se le convierte en algo inespiritual.

Dígale usted que aprecie
los sueños de su juventud
cuando llegue a ser un hombre.

Nada detesta más el filisteo que los «sueños de su juventud» (y la mayoría de las veces el sentimentalismo no es más que un camuflaje de este odio). Lo que retiene de estos sueños no es sino la voz del espíritu, que también le llama a él, como a todos los hombres. La juventud es un permanente recordatorio para él. Por eso la combate. Por eso la describe como una experiencia gris y todopoderosa y enseña a los jóvenes a reírse de sí mismos. Vivir sin espíritu puede ser algo infame, pero desde luego resulta bastante cómodo.

 Por otro lado, nosotros conocemos otra experiencia que puede llegar a ser hostil al espíritu y aniquilar muchos sueños en flor. No obstante, es la más bella, intangible e inmediata, ya que jamás llega a perder el espíritu con tal de que nos mantengamos jóvenes. Como decía Zaratustra al final de su peregrinación, uno sólo se experimenta a sí mismo. El filisteo construye su «experiencia» y se convierte en pura inespiritualidad. El joven vivirá el espíritu, y cuanto mayor sea el esfuerzo con que alcanza la grandeza, tanto mas encontrará el espíritu a lo largo de su peregrinación por entre los hombres. El joven será, sin duda, un hombre indulgente. El filisteo es intolerante.

Paidos, 1995, México. 

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